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La última de Clean Eastwood

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por Oscar Cuervo

Clint Eastwood es una estrella de cine muy popular desde hace casi medio siglo. Como policía duro o como cowboy idem es uno de los íconos cinematográficos más reconocibles de la historia del cine. Siendo ya un tipo maduro se metió a dirigir y producir sus propias películas. Como autor empezó a trabajar en los intersticios de su ícono, que como queda dicho precedía a su autoría cinematográfica, Debe tratarse del caso más notable de auto-problematización del ícono. Con su ideología de halcón, Eastwood tardó décadas en buscarle las mil vueltas a la figura del héroe en su vínculo con la comunidad. Hizo películas que bordearon el fascismo, otras tremendamente ambivalentes, algunas directamente confusas, pero había dos o tres rasgos que parecían invariables: su sobriedad, la que le imposibilitaba caer en las estridencias y efectismos casi obligatorios del Hollywood actual; una cierta enjundia narrativa que hacía que incluso sus obras políticamente detestables mantuvieran siempre un interés; y un malestar, una mala conciencia, quizá la más involuntaria de sus constantes de autor, que siempre lo llevó a que dramatúrgica y políticamente sus películas nunca cierren del todo. En la última década larga Eastwood se fue liberalizando, comenzó a incorporar puntos de vista que eran impensables en sus primeros tiempos: respeto por las minorías, alegatos contra la justicia por mano propia y la pena de muerte, pacifismo, antimachismo. Los resultados artísticos siempre fueron dispares: creo que tiene al menos tres obras maestras: Los imperdonables (la mejor, aún con su ambivalencia política), Los puentes de Madison (un melodrama extraordinario) y Cartas de Iwo Jima (la obra maestra de su etapa liberal).

Todas y cada una de ellas siguen buscándole la vuelta al problema de la construcción individual y colectiva del héroe, Hace poco parece que encontró la fórmula ideal para hacer morir a su propio ícono conciliado con el mundo contemporáneo: Gran Torino (o el viejo facho que esconde a un tierno liberal en el placard). Obra menor pero simpática, que quizá le rinde un exagerado tributo a su necesidad de lavar culpas. Pero Clint sigue filmando. Y empieza a hacer películas que uno no esperaría de él: bodrios intragables (El sustituto), fábulas ñoñas (Más allá de la vida); y ahora, quizá lo que nunca habríamos querido ver: J Edgard (el biopic sobre el creador del FBI, J. Edgard Hoover encarnado por Di Caprio) es... ¡una película mediocre!

¿Qué es lo que ahora parece haber perdido? La enjundia narrativa, la capacidad de interesar, la destreza para definir personajes con pocas palabras e imágenes pregnantes. Apenas hay algo parecido a eso en la escena de la Biblioteca del Congreso, donde el joven Hoover sella un pacto de por vida con su inseparable secretaria (Naomi Watts); quizá algún esbozo de emoción asoma levemente en las manos tomadas de Hoover y su boyfriend arriba del auto. Pero el resto es una sucesión de diálogos farragosos explayados con una línea dramática plana, sin nervio, sin interés visual. Convengamos que el guión es pésimo: lo hizo Dustin Lance Black, el mismo que escribió Milk, otro biopic para el bostezo, nada menos que para uno de los mejores cineastas contemporáneos (Gus Van Sant, en la peor película de su carrera). Con guiones así, tan perezosos y faltos de interés, la única chance de un director es  desfigurar la puesta en escena, convertirlos en una mueca desmesurada. De Palma puede hacer algo así. Eastwood y Van Sant, por distintos motivos, no. ¿Entonces? Entonces Eastwood lo filma con su proverbial sobriedad: un guión farragoso filmado con sobriedad da como resultado un film solemne y aburrido. Lo increíble es que la vida de J. Edgard Hoover fue muy controversial (capo del FBI durante décadas, autor de operaciones sucias contra las figuras más importantes de la vida americana del siglo XX, ideólogo del estado policíaco, gay encubierto) y Eastwood es el cineasta controversial por antonomasia, todo lo cual debería dar algunos rasgos interesantes: humanizar al facho, jugar con los dobleces de los personajes públicos, cuestionar las hipocresías del sistema político, contar una historia de amor entre hombres en el momento y el lugar menos adecuados. Pero entre el guión sin dramatismo y la ñoñez de Eastwood, todo se hace sorprendentemente aburrido.

Leonardo Di Caprio hace lo que puede, pero no puede hacer milagros: entre el guionista y el director decidieron que un personaje que podría ser perverso, cruel, trágico, inquietante, detestable, adorable o todo eso junto, sea finalmente anodino: el Hoover de Eastwood, que podría ser uno de los más grandes hijos de puta de todos los tiempos, termina siendo un muchacho con problemas con su mamá: y la mamá termina siendo uno de los villanos más unidimensionales de todos los tiempos. Las escenas románticas entre Hoover y su novio sorprenden por su pacatería. Clint podrá haberse vuelto un viejo tolerante. Pero es incapaz de filmar con emoción a dos chabones besándose.

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