Carlos Correas
por Gabriela D’Odorico
No conocí personalmente a Carlos Correas. Sospecho no haber tenido la suerte. Sus traducciones de Weber, Kant y Kierkegaard, a veces prologadas con audacia, cuidadosas del original y, en especial, respetuosas con el lector por su bello castellano, me llevaron a adoptarlas. Supe de los enojos que provocaron en el mundillo intelectual vernáculo sus juicios implacables sobre literatura, filosofía o cine. En diciembre de 2000 me enteré, por la conmoción de algunos allegados, que acababa de matarse a los 69 años.
Hace unos meses tropecé con un libro de publicación reciente, Un trabajo en San Roque. Al hojearlo sobre la mesa de la librería me extravié en sus párrafos. Las borracheras, el cine, los desaparecidos de la dictadura, las clases de gramática, el cáncer, el cine norteamericano o la homosexualidad adquirían un espesor inédito. Mi curiosidad llegó al extremo con el relato de un profesor de filosofía que viaja de Buenos Aires a trabajar a un pueblo en el que su permanencia se convierte en un vagar absurdo y sinsentido. No pude abandonar la lectura. En pocos días devoré todo lo que encontré editado mientras rastreaba escritos agotados. Libros, reportajes y artículos diversos me confirmaban la escritura descarnada en la que cada cosa es llamada por su nombre sin atenuantes. Dejando de lado las fórmulas vacías y disecadas del academicismo Correas dota al lenguaje de una consistencia poco habitual. Sus textos plagados de episodios autobiográficos me sumergieron en los pormenores de una vida que, sin duda, había devenido literaria. Me encontré con un autor que se narra en todos y cada uno de sus textos pero que, sin embargo, logra que la recurrencia a datos circunstanciales no se agote en sí misma. Al contrario, se vuelven superfluos frente al abismo que abren sus historias contundentes y sin garantías.
Hablar de una literatura que involucra al autor de carne y hueso es un asunto delicado. La ansiedad por hallar un “perfil” psicológico o moral del escritor siempre traiciona. Interpretar, comprender y finalmente juzgar la obra a partir de ese “perfil” puede hacer fracasar la eficacia de la mejor literatura. Apelar a justificaciones médicas, psicológicas, jurídicas, biográficas o policiales, según el caso, es pretender dictar sentencia sobre la “culpabilidad” de un hombre frente a su obra. Así la literatura se vería diluida en la medicina, en las ciencias sociales, en la cultura, o en la vida cotidiana, cosa que el mismo Correas abomina en las conclusiones de su Arlt literato. El efecto disolvente impediría que el éxtasis y el horror, el hechizo y el asco convivan, por la magia literaria, en cada instante de la lectura. La escritura de Correas, que llegó a ser denominada “maldita”, es sobradamente capaz de suscitar mecanismos defensivos. Porque no es fácil exponerse a la conmoción que sus escritos provocan. Pero sí es muy fácil sucumbir a la tentación de juzgar su producción a la luz de su tumultuosa vida privada.