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Ritual sangriento (somos lo que somos)

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(ATENCIÓN. LA CUENTO TODA PORQUE ES UNA TREMENDA PAVADA) 

El dispendio de vísceras, carne desgarrada y sangre coagulada de la truculenta antropofagia del final se deja adivinar en las primeras imágenes de Ritual sangriento (We are what we are) y así transcurre la larga agonía del cine de género antes conocido como "terror". El cine ha sido o hubo de ser un ámbito propicio para el terror, pero eso se ve cada vez menos y, cuando aparece, no lo hace precisamente en los productos que el mercado de imágenes ofrece como "género terror". Ritual sangriento es un buen ejemplo. Ahí es imposible cualquier vislumbre de la auténtica inquietud del fuera de campo. En primer lugar porque, para que haya fuera de campo, tendría que haber un punto de vista. Y la imprecisión en el punto de vista es el mal que aqueja a películas como esta. Que parten de ideas de una banalidad  tan rotunda que solamente se puede escamotear con trucos berretas. "El fanatismo religioso contra el honrado iluminismo científico": un "Mal" que se descifra en manuales de divulgación médica no puede causar miedo a nadie.

¿Cómo se prolonga entonces esa atonía que se deja detectar en los planos iniciales ("carne picada" / "vómitos de sangre" /  "canibalismo")? La factoría repite casi siempre el mismo esquema: fragmentación de las líneas narrativas (para que parezca que están sucediendo muchas cosas mientras no pasa nada), manierismo fotográfico (una herencia nefasta de Kubrick), con planos hiper-compuestos a la manera publicitaria, sin remisión al off, y una tonalidad monocorde en las voces de los actores (no personajes, sino profesionales que repiten un guión) y en las recargadas columnas musicales de invariables tonos menores, que dan "talante sombrío".

Que el padre es un villano sin matices, de una maldad plana, un oscurantista que somete a su familia a ritos de crueldad se sabe a los 10 minutos. Que el médico es un noble servidor que trata de comprender con la honesta luz de la ciencia quedó claro en el minuto 11. Después hay que estirar la experiencia con algunos anticipos de vísceras crudas, a la parrilla, a la cacerola, etc. Para terminar en el banquete final donde, obviamente, las hijas se comerán a mordiscones a un padre tan perfectamente malo y bobo que merecería no haber llegado nunca al cine. O el cine no debería nunca haber llegado a tal grado de bobadas.

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