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...como si intentara poner todos los besos en uno solo (pesadilla)

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- No creo que pueda hacer esto, dijo ella.

Estaba nerviosa y él lo sabía, pero no le prestó mucha atención. De hecho, tampoco la escuchó la segunda vez que se lo dijo: estaba pensando en otra cosa.

Esos ojitos verdes, pícaros. Lo perdían.

- Bajá antes de que me arrepienta, le había dicho hacía unas horas cuando él levantó el audífono del portero de su casa. Era gracioso, un poco: tenía que admitirlo. Pero ni siquiera eso le molestaba. Estaba contento, excitado. Le gustaba este juego que tenían. Lo llenaba de deseo, de ansiedad; lo hacía sentir vivo, realmente vivo. Lo exaltaba, lo cegaba, todo ese teatro. Y aunque no era algo que a él en realidad lo entretuviera, con ella era diferente: sentía que lo reinventaban a cada momento, lo resignificaban. Le gustaba cómo ella lo besaba, como si no supiera besar todavía, como si intentara poner todos los besos en uno solo, con voracidad. Le gustaba cómo lo tocaba, cómo lo recorría, con ansias y fascinación. Y cómo lo frenaba también, porque eso era parte del juego, y a él le encantaba. Cada vez que lo frenaba, él la aprisionaba y la empujaba contra sí, la envolvía con sus brazos, le hacía sentir cada centímetro de su cuerpo pegado al de ella, y se perdían una vez más el uno en el otro. Y a ella también le encantaba, pero lo frenaba porque estaba mal. Y sí, él lo sabía también: estaba mal.

― Hace un par de noches tuve un sueño bastante curioso, ¿sabés? ―interrumpió él, de repente, mientras ella le daba una pitada a su cigarrillo.

Era tan chica. Y tan atrevida. El mundo era suyo, con todo lo que había en él. O debería serlo, si así lo quisiera. Lo miró sorprendida. ¿A qué viene eso?, pensó. ¿No me escuchó?

Él se sonrió. Casi podía intuirla. Y antes de que ella pudiera decir algo, él volvió a arrancar, serenamente, pausado, con este tren de pensamientos que lo apuraba.

― Ya no recuerdo mucho, la verdad, pero tengo una imagen impregnada en la memoria: había arañas, tarántulas creo, saliendo por debajo de mi cama, trepando, sobre la cama, sobre mi almohada. Eran de un tamaño imposible, más grandes que mis manos; y, si mal no recuerdo, tenían más de ocho patas, diez quizás, no sé. Yo no estaba acostado ahí, no sé dónde estaba realmente, pero las veía. Y estaba aterrado.

* Fragmento del relato "La araña y la mosca", publicado completo el el blog Un Largo. Clickear acá.


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