(Antonio Seguí, 2009)
Visuales XLVII
por Liliana Piñeiro
Pobre. Ese hombre no sabía volar. Atado a la ley de gravedad, se arrastraba serio como sus pensamientos.
Por temor a perderla, tenía la cabeza atornillada al cuello. Y usaba sombrero para que los gorriones, inquietos en el agujero del pecho, no se volaran.
Algo le pasó cuando era niño: de puro distraído, había dejado caer sus manos en el bolsillo de algún saco. Pero esto no le importaba porque a su lado, no tenía a quien abrazar.
Hasta que un día ese hombre, con un ala aquí y otra allá, subió al azul y miró lejos.
Lejos.
Nadie supo más nada de él, por suerte.
por Liliana Piñeiro
Pobre. Ese hombre no sabía volar. Atado a la ley de gravedad, se arrastraba serio como sus pensamientos.
Por temor a perderla, tenía la cabeza atornillada al cuello. Y usaba sombrero para que los gorriones, inquietos en el agujero del pecho, no se volaran.
Algo le pasó cuando era niño: de puro distraído, había dejado caer sus manos en el bolsillo de algún saco. Pero esto no le importaba porque a su lado, no tenía a quien abrazar.
Hasta que un día ese hombre, con un ala aquí y otra allá, subió al azul y miró lejos.
Lejos.
Nadie supo más nada de él, por suerte.