por el Pájaro Salinas
Me iba a tomar el buque. El Cristóforo Colombo hacia Barcelona aquel 12 de noviembre, ya me había acomodado en el camarote, cuando la tripulación napolitana se declaró en huelga. Nos dieron un boucher para que cenáramos por ahí y durmiéramos en un hotel, por lo que me encontré con dinero extra en el bolsillo (créase o no, viajaba con solo 40 dólares). Ahí mismo me di cuenta de que entre los 17 discos que me llevaba como tesoro no estaba el Artaud, que alguien me había distraído (en su prmera edicìón, de sobre irregular), así que me mandé derecho a una disquería que había en Rodríguez Reña y Corrientes y me lo compré. Cuando salía me topé con un compañero que me diiijo: "¿qué hacés acá?". Le conté y me dijo: "Andate ya. En taxi. Están levantando gente". Me dijo que ahí mismo, en la avenida Corrientes. Le hice caso y al llegar a trasatlántico, en Puerto Nuevo, la cana bajaba de las orejas (es un decir) a un pasajero. Como creo que dije en Antojo, no podía dejar de llevarme ese disco, entre otras cosas porque cantando -y musitando- la Cantata de los puentes amarillos fue que me hice el demente en el Regimiento I3 de La Tablada y logré que me pasaran de los calabozos a la enfermería, y que dejaran de susurrar a mis espaldas que era montonero para que susurrasen que era falopero. Mejor así. El Flaco es parte inescindible de mi vida adulta, como un hermano próximo y muy querido, y su muerte fue como si me arrancaran un pedazo. Por suerte, deja una obra inextinguible, cuya exploración no habré terminado al momento de expirar.