por Paulo Manterola *
— En el siglo XVIII, un ingeniero, un genio científico, fanático de la electricidad –un artista en realidad, para hacerle justicia–, cuyo nombre no viene a colación, algo loco, oscuro, construyó un autómata. Esta máquina, que no era más que pedazos de metal soldados y cables, imitaba a la perfección la figura, los movimientos y los gestos de un ser humano. Por supuesto que no tenía voluntad, alma si querés. Seguía siendo un pedazo de metal, técnicamente. Carecía de la facultad de sentir, emocionarse, aun contando con un corazón fuerte y saludable, como es esta pieza que está entre nosotros.
— Un corazón en sentido figurado, claro —agregó Diego.
— Seguro, no hace falta aclarar —contestó Ariadno, con una sonrisa entre los labios, y prosiguió—. Las emociones, los sentimientos, no tienen nada que ver con el corazón, el músculo en sí mismo: están relacionados a la psiquis. Por más inteligente que sea un mecanismo artificial, no podría acercarse siquiera a lo que es nuestro cerebro. De todas formas, no se trata simplemente de eso. Este autómata tenía una facultad extraordinaria que nadie nunca quiso o pudo explicarse: hablaba. Y no solamente eso: sus palabras eran sabias, acertadas. La gente que sabía de su existencia, pagaba a su dueño para poder hablar con nuestro amigo de hojalata, le pedía consejos, le hacía preguntas sobre lo que le deparaba la vida, el destino, como quieras llamarle. Y ¿sabés qué es lo realmente curioso de todo esto?
— ¿Qué es? —preguntó Diego divertido, algo intrigado.
— Siempre daba la respuesta correcta. No se equivocaba. Nunca.
Ariadno hizo una pausa antes de volver a hablar. El viejo aguardó sin decir nada, esperando. Sabía cómo era su amigo: todavía faltaba más.
— ¡Daba consejos! Sabios, buenos consejos. ¡Imaginate! ¡Una máquina, un pedazo de metal oxidado, un ser sin alma ni capacidad emocional, intelectual o intuitiva, aconsejando a unos pobres seres humanos desesperados!
— Me cuesta un poco creer todo eso. ¿De qué libro lo sacaste? —dijo Diego, dándole un trago largo a su bebida e inclinándose hacia adelante sobre el escritorio.
— Sí, es extraño. Pero es verdad. Sin embargo —retomó Ariadno, haciendo otra pausa—, supongamos que hubiera algún truco.
— Eso sería un poco más lógico quizás.
— Pero no lo es —replicó Ariadno sonriente—. De todas formas, supongámoslo. Quisiera saber qué dice tu razonamiento lógico a todo esto, ¿te parece?
Diego asintió y se reclinó sobre su asiento nuevamente:
— Probame.
Ariadno se rió y le dijo:
— ¿Tenés idea de por qué las personas iban a verlo y a hablar con este autómata?
— ¿Por qué? —increpó el viejo, dándole el gusto a su amigo para que se explayara sobre alguna verdad asombrosa, evidente e inevitable de la vida.
— ¡Porque siempre daba la respuesta correcta! —gritó Ariadno con un suspiro triunfal mientras se echaba hacia atrás en su asiento con las manos en alto, como si estuviera sosteniendo a una criatura, con una enorme sonrisa en la cara.
Diego se quedó mirándolo, esperando.
— Suponiendo que hubiera algún truco, ¿cierto? ¿Cómo es posible que siempre tuviera la respuesta correcta? Siempre. Para cada persona. ¿Cómo puede predecirse eso? ¿Cómo puede ser que no haya fallado aunque sea una sola vez?
— Realmente no sabría decirte —dijo Diego con menos interés en descubrir la respuesta que en escuchar de la boca de su amigo algún discurso encantador, mágico.
— Sin embargo, hay una respuesta lógica atrás de todo esto. Después de mucho tiempo, llegué a verla. Es tan simple, Diego, tan hermoso todo esto.
— Decime entonces.
El viejo tomó otro trago largo, tratando de seguir fingiendo que lo divertía.
— En cada pregunta que hacemos, todos, cualquiera, ya tenemos la mitad de la respuesta ahí mismo, en la misma pregunta. Uno no busca la verdad en las preguntas que se hace, sino que busca un convencimiento, una confirmación de algo que ya intuye o ya da por verdadero, pero no tiene el valor de aceptarlo...