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La Remington o las flechas

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por Lidia Ferrari

Una le quiere poner palabras a cosas que, a veces, parecieran estar muy lejos de la palabra. Y cuando uno quiere alojarlas en una reflexión se alejan un poco más. Desde hace meses mi cabeza está maquinando para tratar de entender ese odio, esa rabia, ese fuera de sí que sucede a tantos argentinos en relación a la década que se abrió paso para reconstruir un país luego de la destrucción de la dictadura y de los noventa. Esa materia, el odio, es algo difícil de comprender cuando viene en una escalada colectiva, tantas veces, sin sentido. Un odio al Otro que por momentos no parece sino un odio de sí, una vuelta sobre sí del odio al Otro, que lleva a la destrucción a quien está encorsetado por ese odio visceral. Ese odio al que uno le tiene miedo si llega a explotar. Y parece que explotó o, al menos, está dando algunas descargas.

El texto que estaba maquinando era sobre el tema de los relatos, acompañada en la lectura de Storytelling, de Christian Salmon [1] que desnuda las operaciones narrativas que construyen nuestras vidas: “la creciente convergencia entre el Pentágono y Hollywood”; las compañías de publicidad que arman campañas y venden Presidentes. Salmon analiza cómo el arte del relato y la mentira se ponen al servicio de la venta de bienes y de emociones. Cómo esta proliferación del relato manipulado inventa mitos, a la inversa de los mitos universales que transmitían las lecciones de las generaciones pasadas [2]. Denuncia los procedimientos por los cuales nos formatean las mentes y nos cuenta la paradoja en la que vive a raíz del éxito del libro entre quienes denuncia. Los “formateadores de la mente” lo quieren contratar y usan su libro.

Ese libro se encontró con un texto que no ha dejado un minuto de interrogarme. Se trata de un párrafo del libro Biografía de Buenos Aires de Pablo Rojas Paz, publicado en 1943. Rojas Paz, escritor argentino nacido en 1898, fue uno de los fundadores de la revista Proa, con Borges y Güiraldes, entre otros. También participó del grupo Martín Fierro y recibió varios premios literarios. Quiero decir que es coetáneo de otros célebres escritores argentinos, como Roberto Arlt o Leopoldo Marechal. Escribió en los años 50 una biografía sobre Simón Bolívar, que no he podido consultar.

En 1943, Pablo Rojas Paz escribe este párrafo en un apartado que titula “El Malón”: 

“El progreso de todo lo que hoy constituye el territorio de la República Argentina tuvo en contra suya el malón, que es el asalto que los aborígenes realizaban siempre con la misma técnica contra las poblaciones. Quemar las chozas lanzando flechas con paja encendida, robar la hacienda y esclavizar a las mujeres. Esa terrible era comenzó verdaderamente el día en que Diego de Mendoza, Pedro Benavídez, Pedro de Luján y Galáz de Medrano encontraron la muerte en manos de los indios querandíes, y terminó en 1880, cuando el general Julio Argentino Roca los venció con la coraza, el Remington y el telégrafo, dando así realmente fin a la conquista y colonización iniciada por los españoles”.

¡Tamaño poder de síntesis para un relato de quinientos años de historia!

Este párrafo fue escrito por un Premio Nacional de Literatura, en 1943, -no cualquier año para la Argentina-. A mí me interpela. ¿Cómo puede ser que un insigne literato en esos años piense de esa manera?

Pero un hombre que nació en la década del 60 en Italia me cuenta que, en su infancia, ninguno de los niños que jugaban a las peleas entre indios y cowboys -él incluido- soportaban hacer el papel del indio, ya que los indios, en este caso los del Far West norteamericano, eran los malos de la película. El niño italiano comparte un relato que se origina, como bien lo dice Rojas Paz, cuando los españoles llegaron a América. Es decir, un relato de más de quinientos años. Un relato concebido y cristalizado a lo largo de quinientos años. Un relato formateando las mentes o los espíritus, al decir del título de Salmon, durante largos quinientos años, no logra ser desarticulado en una década.

Las reacciones de odio y violencia parecen dirigirse contra este relato que nos dice que hay que incluir a los pobres, que hay que caminar junto con ellos, que hay que respetarlos y dignificarlos como sujetos humanos. Este relato que dice que la ley es igual para todos y no se queda en relato, sino que intenta aplicarla. Este relato que le pone límites a los poderosos, a los que tienen la Remington y quiere dirigir su mirada y darle existencia y dignidad a los que poseen sólo flechas, este relato, es visceralmente rechazado por muchos. ¿Y por qué es rechazado, además de porque algunas mentes y corazones han sido formateados durante 500 años? Es rechazado porque pone en cuestión la vida de esta mente formateada que tiene los suficientes años vividos en un mundo, acomodada a unas estructuras, donde elaboró odios, deseos y rencores dentro de un relato en el que negros, pobres, indios deben ocupar un lugar diferente a los blancos, ricos y poderosos. Un lugar diferente e inferior.

El odio que despierta este nuevo relato para los tilingos, para cierto medio pelo, para los de clase media baja que fueron “criados” en las antípodas de estas nuevas ideas, se debe también a que algo de la propia base de sustentación subjetiva se pone en crisis. ¿Ahora resulta que no es cierto, como dice Rojas Paz, que las hordas del malón atentaron desde siempre al progreso de la República? ¿Y no fue Roca el que nos salvó de ese infierno cuando los venció con la Remignton y el telégrafo?

Nos preguntamos, entonces: ¿no será que esta gente que está descargando su odio en linchamientos urbanos y cosmopolitas cree estar habitando los fuertes en los límites entre pampa y desierto, y vive dentro de la película en que el malón viene a esclavizar a las mujeres y a robarle su hacienda con sus flechas encendidas?

Para rematar estos momentos de maquinación me llega el relato de una empleada doméstica boliviana, que vive hace 40 años en la Argentina, una muy buena persona que con su esfuerzo pudo enviar a sus hijos a estudiar, una abnegada trabajadora. En un almuerzo compartido, ella le dice a la persona para la cual trabaja: “Estábamos mejor con los militares, había más orden y la ciudad estaba más limpia. Ahora los blancos somos pobres y los indios -no dice negros, dice indios- tienen 4x4, una casa y son ricos. Era mejor cuando los blancos eran ricos". La interlocutora de este relato se quedó sin palabras, habida cuenta de la extracción social de la señora boliviana que se identificaba con los blancos, si bien portaría ella misma una historia de mestizajes. Quien la escuchaba no pudo sino susurrar una ironía del tipo: "bueno, alguna vez les tenía que tocar a los indios". Pero no había nada para decir contra un argumento tan estrepitosamente absurdo, proferido por la persona a la que menos le calza un enunciado de ese tipo.

Esta es la sensación que resta: frente a estos argumentos, frente a esta señora boliviana, frente a Rojas Paz, una se queda muda.

¿O será que serán necesarios 500 años para que un relato sea bienvenido? ¿O será que el tipo de relato porta en sí algo demasiado destituyente de prejuicios y anhelos humanos? No lo sé.[3] Porque, lo que más sorprende y nos deja mudos es que se trata de un relato, simplemente de un relato. Porque las realidades siguen andando, porque la realidad dice que hubo malones indígenas, pero también de los otros. La realidad dice que esta señora boliviana no sabe lo que dice y su situación no tiene nada que ver con lo que narra. El problema es que la realidad puede decir otras cosas, contradecir a las palabras que intentan apresarla. Pero eso no importa, lo que importa es el relato.

Y, decididamente, no quieren escuchar que los indios (quienes quieran sean sus intérpretes) también tenían y tienen derecho a existir.

Notas

[1] Salmon, Christian. Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear las mentes. Barcelona : Península, 2008, pag. 41.

[2] “El storytelling establece engranajes narrativos según los cuales los individuos son conducidos a identificarse con unos modelos y conformarse con unos protocolos”. Salmon. Ob. Cit. Pag. 38.

[3] Si fuera como lo plantea Salmon, habría una relativa sencillez en instalar un relato a través de la manipulación mentirosa. Es probable que este nuevo relato, el de los indios con derechos a existir, no encuentre los canales de comunicación necesarios para ser bienvenido en ciertas capas sociales porque, quizá, sea un relato que conmueve estructuras demasiado consolidadas. Otra de las posibles razones es que, en los modos en que son manufacturadas las fábulas colectivas -como los cuentos de hadas-, haya algún tipo de trama argumental que sea alojada más hospitalariamente que otras. Pero son sólo pensamientos en borrador.

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