(en memoria del tanguero Ernesto Laclau)
por Lidia Ferrari
A mediados de los ’90 decidí ponerle forma de tesis de doctorado a una indagación que hacía sobre las bromas pesadas. Se encontraron mi decisión con la lectura de la introducción de Ernesto Laclau al libro de Zizek sobre la ideología. Me costó conseguir su mail. Apenas le escribí para pedirle que fuera director de mi tesis, me respondió de la manera en la que siempre lo habría de encontrar después: desde su cariñosa generosidad. Ernesto sabía que yo bailaba tango y le gustaba, tanguero ferviente como era. Un día me invita a un almuerzo. Con timidez de provinciana me encuentro en un restaurante de la calle Armenia con menos de una decena de monstruos sagrados de la intelectualidad argentina, entre los que recuerdo estaban Horacio González y Nicolás Casullo. El café lo deciden tomar en casa de Leonor Arfuch y allá vamos. Una sobremesa de la cual conservo dos recuerdos imborrables de Ernesto: Por un lado cuando cuenta con vivacidad y memoria prodigiosas su 17 de octubre, el de un niño espiando desde el balcón de su casa el clamor de un pueblo. Cuando ya la charla había agotado su chispa, Ernesto propone bailar tango. Nadie pareció muy interesado en bailar otra cosa que las palabras. Leonor busca afanosamente por su casa algún disco de tango que no aparece, luego hacemos el intento con la radio y nada. Hasta que Ernesto, con las ganas de bailar que tenía, me dice: bailemos cantando –se sabía todas las letras-. Nos alejamos unos metros y, mientras cantábamos con fervor, nos bailamos unos tangos. Los demás casi ni se dieron cuenta. Para mí esa escena lo pinta tal cual lo conocí: un brillante intelectual atado a la vida en todas sus facetas. Hoy, antes del mediodía, me alegró recibir un cariñoso mail de Ernesto. Hoy, antes de medianoche, recibo la noticia de su muerte. Esta es mi noche triste.
Treviso, 13 abril 2014