por Julieta Eme
Hace dos años que soy una vampira. En mi vida humana, tendría 35. Ahora, en cambio, tengo 33 para siempre. O hasta que me muera, al menos.
El vampiro volvió. Yo llegaba de dar clases. Los miércoles a la noche termino tarde. Y el viaje de vuelta, en colectivo, me lleva una hora. No es que la Universidad quede lejos, pero el tránsito es insoportable, aún a esa hora de la noche.
Toda la situación, él, su ánimo, su (falta de) voluntad o deseo, no tenían nada que ver con la última vez en que nos habíamos visto. Estaba sentado en el piso de mi departamento, cerca de la ventana. Las luces de afuera iluminaban sus piernas y un poco su torso. Tenía la cabeza agachada. Miraba hacia abajo. Miraba sus manos, creo. O no miraba nada. Apenas lo vi, sentí pena. Algo había pasado. Se lo veía triste. Tal vez, era el paso del tiempo simplemente. Alguna crisis momentánea. La desesperanza de estar solo. Alguna especie de hastío. Realmente lo ignoraba. No llevaba tanto tiempo de vampira como para poder imaginarme todos los problemas de los vampiros más viejos. Pero alguna idea podía hacerme. Yo, en cambio, era una vampira joven. Estaba, digámoslo así, en mi plenitud. Vivía sola. Me iba bien. Tenía un trabajo que me gustaba y colegas que me respetaban. Fuera de mi creador, no conocía a otros vampiros, así que nunca tuve problemas de competencia.
Lo único que, hasta el momento, nublaba mi bienestar era el recuerdo de él. Por eso trataba de recordarlo poco. En mi recuerdo, él era fuerte. Desagradable pero tremendo. Temible. Odiable. Despreciable. Nunca me había hecho demasiado daño, pero prefería tenerlo lejos.
Pero ahora estaba ahí de nuevo. En el piso de mi departamento, sentado, como esperándome. Calmo. Triste. Para nada peligroso. Y, como dije, sentí pena. Al menos antes podía morir en sus brazos, aniquilada por él. Mi vida consumida por sus deseos, sus impulsos. Pero ahora él ya no era, o al menos ya no representaba para mí, nada de eso. Y no supe qué hacer. Me quedé mirándolo. Estaba apoyada con un hombro en una de las paredes del pasillo de entrada. Él sabía que yo había llegado pero no se movió. No hacía nada. No me habló. No lloraba. No me decía qué le pasaba. Ni me pidió ayuda. Sólo estaba sentado, mirando hacia abajo, en silencio. Nos quedamos así un rato largo.
Me di cuenta entonces de que, cuando él me convirtió, perdió algo. O yo se lo hice perder. Era obvio. Ahora yo era más fuerte y él era más débil. Ahora yo era la vampira y él era mi víctima. De nuevo, sentí mucha pena, pero creo que por mí. Nunca quise hacer eso. Nunca quise ser una vampira, debilitarlo. También era cierto que yo estaba sobreimprimiendo todos estos pensamientos sobre su silencio. En verdad, yo no tenía idea de qué le pasaba. Pero creí que mis conjeturas eran acertadas.
Como dije, no sabía qué hacer. Pensé en irme a dormir y dejarlo en el living, solo. Que se quedara hasta que quisiera irse. Pensé también en sentarme a su lado. Y se me ocurrió que tal vez podía irme de mi casa y volver luego de dos o tres días. Pero como si él hubiera sabido lo que yo estaba pensando, de pronto se levantó. No sé cómo hizo. Simplemente se levantó del piso, sin apoyarse en nada. Se estiró hacia arriba. Se irguió. Y lo vi más alto y más hermoso que nadie. Estaba joven. No sé por qué. Era su misma cara pero joven. Me pareció increíble. Pensé que era un efecto de la poca luz o de mi cansancio. Realmente no lo sé. Pero estaba joven y hermoso. Me miró a los ojos. Se quedó mirándome un rato sin decir nada. Sus brazos y sus manos estaban relajados a los costados de su cuerpo. Era flaco. Sus hombros eran anchos. Su espalda estaba perfectamente derecha y erguida. Estaba maravillada. Yo también separé mi cuerpo de la pared y descrucé los brazos. Y cuando estaba completamente atrapada y expectante, él dio tres pasos hacia el balcón y se fue.
Cuando finalmente me acosté, no pude dormir. Y no pude dormir incluso varias noches después de ésa.
(continuará)