Hawaii es la película más simple y más bella de Marco Berger. Y acá la simplicidad juega un papel esencial. Su línea argumental es tan sencilla que hasta da pudor escribirla, por eso no voy a hacerlo. La sinopsis está en el catálogo online del festival. Pero resulta que yo odio contar las líneas argumentales de las películas, tanto como que odio que me las cuenten. Esto vale no solo para las películas de amor (cuya línea argumental suele ser más simple cuanto mejor es la película, como sucede con Hawaii) sino también para esas películas cuya línea es tan complicada que uno se enreda tratando de seguirla (me pasó con El topo, otra película excelente). Ante todo, porque el poner la línea argumental por delante de la experiencia cinematográfica es siempre un menoscabo del cine y de sus posibilidades, que difícilmente puedan ser reducidas a una sinopsis.
Los sucesos que relata Hawaii son de una sencillez rotunda, la misma vieja historia ("me gustás, pero tengo miedo de decirlo, y si te lo doy a entender de otra forma... etc.,etc.") que, cuando se percibe en exterioridad, se ve tan desprovista de épica que parece, como diría Pessoa, ridícula; pero que al percibirla en interioridad guarda los estremecimientos más terroríficos que vivir se puedan: "para el enamorado, todo es signo, la debacle es siempre inminente". Entonces el repertorio del lénguaje amoroso se expande en gestos ínfimos, rubores, amagues, gambetas, avances y retrocesos, frases truncas, tragar saliva, escrutar al otro, mirar sin que se note, moverse con la majestad de un cisne o con la torpeza de un adolescente ezquizoide, pánico, zozobra, caídas de ojo, parpadeos, sonrisas, roces y todas esas cosas de las que hablan las canciones de Gardel y Lepera. Miedo de todo, desasosiego por cualquier cosa, son instancias que pueden durar segundos u horas, pero expulsan al enamorado hacia la intemperie existencial, fuera del ente. Esos pequeños trances sin espesor épico son una materia ideal para el cine. No tienen lugar en las sinopsis, están hechas para ser vistas y padecidas con goce sumo.
Marco Berger en Hawaii encuentra la manera de poner esta situación en escena. Se anima a radicalizar el estado de abstracción amorosa mediante una dramaturgia extrema: en la película, apenas si aparecen, en tramos muy fugaces, un par de personajes, aparte de los dos protagonistas. En término técnicos, se trata de un tour de force. La tensión dramática ha de acumularse hasta el último plano, sin ceder ni un palmo, para estallar al final, dulcemente. Hawaii lo termina de demostrar: Berger es un cineasta virtuoso, de esos que ya no se consiguen con facilidad, capaz de manejar con tacto justo todos los recursos de que dispone: la posición de cámara (siempre un espía gozoso), la duración, el movimiento dentro del plano, la erotización de los bordes del cuadro, el corte, la gravitación del fuera de campo, el efecto de suspensión que estos recursos crean. Pero en el fondo no se trata de técnica, sino de una pulsión escópica que organiza el campo de lo filmable.
Hay una marcación de actores de una precisión asombrosa. Manuel Vignau (Eugenio) y Mateo Chiarino (Martín) están perfectos. (Para leer la nota completa, clickear acá)