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La Salada

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por Oscar Cuervo

Entre las películas argentinas que no pude llegar a ver en el BAFICI estaba La Salada, del Juan Martín Hsu, argentino de origen taiwanés. La película es una de las tres que participaron en la Competencia Internacional y la sobreoferta de esos días de locura me impidieron verla. El jueves a la noche pude reparar esa falta en la muestra organizada por los cineastas de Diseño de Imagen y Sonido de la UBA.

Alguna vez hace varias décadas La Salada fue un balneario para pobres, ubicado al borde del Riachuelo. Desde los 90, neoliberalismo mediante, fue transformándose en un centro comercial regenteado por inmigrantes provenientes de muy diversos lugares del mundo, un efecto de las migraciones globales, la economía informal y el trabajo en negro. Hsu se aproxima a ese espacio de cruces culturales y de marginación con delicadeza, melancolía y gracia, sin sordidez ni paternalismo. Su virtud es ponerse a la altura de sus personajes, no sobrevuela una idea genérica de los inmigrantes ni tiene una tesis que ilustrar. Aprovecha el cine para algo mucho mejor que eso: para acercarnos a la experiencia de otros.



Las historias de inmigrantes que se cruzan (la joven hija de un comerciante coreano viudo y conservador, un adolescente boliviano que llega a la Argentina acompañando a su tío buscando trabajo, un muchacho taiwanés que vive solo, habla por teléfono con su madre en Taiwan y quiere conseguir una novia, y todos los personajes que los rodean) fueron recogidas por Hsu en sus incursiones en La Salada o reflejan en parte su propia experiencia. El director las ficcionaliza sin forzarlas. Los personajes se cruzan sin amoldarse a un cepo narrativo; el director privilegia la contingencia de esos cruces antes que una forma a priori que los abarque. 



La especialidad de este director parece ser la delicadeza: la realidad impone preocupaciones económicas, laborales, soledad y opresión, pero Hsu busca en sus personajes gestos de amor, de desahogo e incluso de goce. Filma con delicadeza la intimidad amorosa, la amistad entre personas de distintas generaciones, procedencias y posiciones sociales; e incluso encuadra con justeza los momentos de encuentros sexuales (algo que suele deschavar las imposturas de muchos cineastas), como parte de la experiencia de los personajes y no para premiarlos o juzgarlos. Las canciones que atraviesan el espacio en el que los protagonistas se mueven (entre Virus, el pop oriental, los karaokes, las cumbias y Genesis) están usadas con gracia y emoción. En personajes que no encuentran muchas oportunidades para ser escuchados, las canciones funcionan como vehículos de usos múltiples.



Hsu es más preciso en los espacios íntimos y un poco más difuso al mostrar el espacio general de la feria comercial al borde del Riachuelo. Uno de sus mayores aciertos es el recurso del humor y la calidez que extrae de un elenco muy dúctil (que incluye con eficacia una cara del nuevo cine argentino, Nicolás Mateo, entre muchas caras y acentos extranjeros). La Salada podría haberse desarrollado como un drama miserabilista o como un exponente del género negro. La dureza del contexto habilitaría todo tipo de crueldades con la excusa de la denuncia, hasta un regodeo cínico en salidas degradantes. Pero el director optó por un tono sutil de comedia romántica con ternura y melancolía, sin dejar de mostrar a estos personajes vulnerables en un mundo difícil.

Tiene todo lo necesario para que los jurados de un festival como el BAFICI la pasaran por alto.

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