por Lilián Cámera
La tormenta de hojas llegó al jardín de los Zeta un día agobiante de verano. Llegó sin aviso como las plumas del ave que yacía sobre el césped, primero en un dulce vaivén y luego con furia colándose por ventanas abiertas y rendijas. El pequeño Zeta jugaba en el porche y por momentos se abanicaba con un sombrero viejo. Sus manos se tornasolaban del ocre a un rojo viscoso, apretando y soltando espasmódicamente. No hubo tiempo de nada. En cuestión de segundos los gritos de la madre destemplaron la tarde. Un murmullo ininteligible brotaba de lo que había sido la cara del niño, aún sosteniendo el sombrero su figura se encumbraba detrás de las cortinas como un árbol diminuto con piernas. Desde entonces los vecinos murmuran que los pájaros rodean la casa en círculos concéntricos pero jamás se posan en su techo o sobre las flores del terreno. Todo, hasta el juego, tiene su precio.
Imagen: © Pilar Zeta
(continuará)