Hoy a medianoche en La otra.-radio. FM La Tribu. 88,7. Online
En medio de los actos de memoria por los 40 años del asesinato de Carlos Mugica, se me ocurre pensar un poco en “voz alta”.
Mugica no era un “cura villero”.
En realidad, no me gusta demasiado el adjetivo a continuación de “cura” en el sentido de “cura sanador”, por ejemplo. Pero además de eso, sin bien no hay duda que Carlos se jugó la vida en favor de los villeros, eso no me parece un todo. Carlos trabajó con grupos de estudiantes, participó de grupos misioneros, daba clases en la Universidad, escribía notas periodísticas, celebraba misa en San Francisco Solano y el Instituto de cultura religiosa superior, y no era cura misionero, cura capellán, cura universitario, cura periodista… A eso se puede sumar que no vivía –como se sabe- en la villa, y que si algo caracterizaba a Carlos Mugica era no estar quieto. Ir de un lado a otro en múltiples actividades lo caracterizaba sin duda. Era un cura. Así nomás, a secas. Un cura comprometido con los pobres, un cura con un enorme corazón entregado en favor de los pobres.
¿Dónde estaría Mugica hoy?
Obviamente decir demasiado simplistamente “Mugica no haría”, “Mugica estaría…”, “Mugica diría...” es una mera suposición, un “futurible”. Las personas solemos dar saltos adelante, frenos, cambios, conversiones o traiciones, solemos acelerar o frenar, solemos cambiar, para bien o para mal. Y Mugica también podría haberlo hecho. Por eso me guiaré con un criterio fundamental que me parece lógico y razonable. Creo que los más cercanos, aquellos con los que Mugica más se identificaba y se referenciaba eran los curas Alberto Carbone, Jorge Vernazza y Rodolfo Ricchiardelli. Por eso creo que mirar los caminos que ellos dieron, los pasos que siguieron es un buen indicio de suponer dónde estaría hoy Carlos.
Eso me permite suponer que hoy Carlos estaría en la Cofradía de la Virgen de Luján. Creo muy probable que así fuera. Obviamente hay que ver cómo le habría “pegado” la Dictadura, la desaparición de tantos amigos y amigas (tantos queridísimos), los exilios, la democracia y sus “idas y vueltas”, los Gobiernos sucesivos… Y la Iglesia, el invierno eclesial, la evolución e involución teológica, los papas, los obispos, el clero… Muchos curas amigos de Carlos o compañeros acompañaron a los villeros cuando estos fueron erradicados (como Jorge Goñi y Daniel de la Sierra, ambos luego en Quilmes, y ambos luego muertos en accidentes viales). Como “cura en la villa” creo que Carlos sería mucho más parecido a Richiardelli que al cura de la película Elefante Blanco *, por ejemplo (creo que es la antítesis de lo que Carlos y Rodolfo eran).
Además de esa mirada a los curas amigos, creo que algo caracterizó a Carlos y difícilmente hubiera cambiado era su enorme capacidad de dejarse convertir por los pobres. Algo tan profundamente arraigado como su antiperonismo pudo cambiar de raíz cuando supo “escuchar” el clamor de los pobres ante el derrocamiento de Perón. Otro ejemplo, quizás más sutil pero más “teológico y pastoral” fue su actitud frente a los villeros: la actitud inicial de su formación “francesa” como era habitual en la teología de su tiempo, empieza lentamente a cambiar (bajo la evidente influencia de los teólogos Lucio Gera y Rafael Tello) a una teología más popular, más latinoamericana, más nacional y popular. Y eso también se manifiesta en sus actitudes pastorales hacia los habitantes de la villa 31.
Es un paso interesante el que supo dar la teología en Argentina en este caso. La actitud hacia el pueblo de los documentos de Medellín tiene una característica que en cierto modo sigue reflejando esa “teología europea”: el pueblo debe ser concientizado, el trabajo con élites debe ser priorizado, el criterio puede definirse como un “desde arriba hacia abajo”. El documento del episcopado Argentino, aplicando Medellín en Argentina (1969), fuertemente influido –entre otros por Rafael Tello y Lucio Gera- prefirió hablar de un pensar y obrar “desde el pueblo mismo”, lo cual provocó un fuerte cambio. Incluso elementos del maoísmo, o de Camilo Torres (“debemos ascender a la clase popular”) le sirven a Mugica en ese sentido, como se ve en uno de sus últimos actos en la villa (1974) cuando renuncia a su cargo en el Ministerio de Bienestar Social citando expresamente esta frase. De hecho, esta preposición será luego muy tenida en cuenta en las teologías de la liberación (“desde el lugar del pobre”, “desde las víctimas”, “desde la mujer”, “desde los insignificantes”…). Nada se piensa “desde” un lugar de asepsia, y ese “lugar” será clave en el mismo pensar, en las palabras, en la dirección y para qué del hablar. La posición de Carlos Mugica de pensar, actuar y hablar cada vez más “desde” los pobres –y los pobres concretos de la villa 31- nos permiten creer que hoy estaría más cerca de los que ayer en la biblioteca Nacional cantaban cantos cercanos al gobierno Nacional, que a muchos que se presentan como oposición, particularmente desde una perspectiva cercana al capitalismo.
Mugica es mártir.
Teológicamente un mártir no es solamente una bandera que se levanta. Un mártir es una palabra que Dios dice a su tiempo y en un lugar especial. Mugica es una palabra que Dios nos dirige, sobre la Iglesia, sobre el ser cura. Sobre una Iglesia en primavera, Iglesia de diálogo, Iglesia abierta a las realidades humanas. Las palabras de Carlos sobre política, cine, sobre marxismo o psicología revelan una actitud concreta frente a las realidades que nos interpelan a diario, y frente a las cuales “cierto otro modo de ser Iglesia”, una Iglesia del silencio, la “diplomacia” y el invierno, no puede confrontar, dialogar y –por lo tanto- no puede dar respuestas, especialmente porque no tiene preguntas. En Mugica Dios nos habla sobre la Iglesia (quizás por eso se está tan lejos de su canonización). Pero también nos habla de un ser cura, un cura de y para los pobres, un cura que quiere pensar “desde el pueblo mismo”, y dejarse convertir por el pueblo. Pero esto puede suponer un riesgo, el riesgo de presentar un Mugica domesticado, lejos de la palabra profética, encarnada, política, lejos del conflicto social e incluso intra-eclesial, un Mugica que no molesta a nadie.
El Mugica que iba más allá de los márgenes, como expresó María Sucarrat en la Biblioteca Nacional el pasado miércoles 7 no parece encajar en el cura que todos aplauden. Así como Dios es manipulable y podemos transformarlo en un ídolo, no es menos cierto que el Carlos profeta puede manipularse en un “falso profeta”, en una voz que Dios no pronuncia.
«¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque edifican los sepulcros de los profetas y adornan los monumentos de los justos, y dicen: «Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas!» Con lo cual atestiguan contra ustedes mismos que son hijos de los que mataron a los profetas. (Mt 23:29-31)
Bienaventurados serán cuando los hombres los odien, cuando los expulsen, los injurien y proscriban el nombre de ustedes como malo, por causa del Hijo del hombre. (…) ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de ustedes!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas. (Lc 6:22.26)
Si Carlos Mugica no nos interpela gritándonos dónde estar, qué Iglesia ser, qué clase de curas, pues creo que nos hemos hecho un “cura a nuestra imagen”, hemos hecho una caricatura, un deformado como aquella película de Buñuel que Carlos comentaba hablando de una Iglesia deformada. En sus 40 años de martirio, ojalá que Carlos Mugica nos siga interpelando, nos siga molestando, que su voz nos ubique junto al pueblo y su sangre lave nuestras mediocridades.
* A propósito de la diferencia que establece De la Serna entre la militancia cristiana de Mugica y el trabajo eclesial del los "curas villeros" que se muestra en la película de Pablo Trapero Elefante Blanco, acota hoy Horacio Verbitsky en Página 12:
"El asesor eclesiástico de esa película fue Gustavo Carrara, el coordinador designado por Bergoglio para los ahora sí llamados curas villeros y mencionado como próximo obispo. La película presenta el trabajo de los curas como una misión heroica en un mundo de pigmeos. Los únicos personajes definidos son los sacerdotes y una trabajadora social que comparte la tarea con ellos y que miran al resto como un hormiguero, desde muy alto. Todo lo bueno viene de afuera, nada surge de la villa, ni un partido de fútbol, ni una cooperativa. Los habitantes del barrio son vistos como una masa amorfa, sin rasgos que los distingan salvo el consumo de drogas. No participan de organizaciones sociales ni políticas, que sólo aparecen durante la ocupación de un terreno representadas como un grupo tumultuoso del que nada se explica. Lo único que hacen los curas además de impartir los sacramentos es llevar a los chicos de la villa a un centro de rehabilitación. Esa es la principal actividad de la pastoral villera. De la lucha por el pan y el cambio revolucionario a la abstención del consumo de drogas, un abismo.
Al leer las notas de Eduardo de La Serna y de Horacio Verbitsky sobre Mugica y las alusiones a Elefante blanco, vino inmediatamente a mi memoria una nota sobre la película de Trapero que publiqué en este blog el 30 de mayo de 2012. Y me sorprendieron las notables coincidencias, asombrosas para mí, que no soy un conocedor de asuntos eclesiales ni un experto en sacerdotes del tercer mundo. Algo de lo que yo escribía en 2012:
La película está dedicada al cura tercermundista Carlos Mujica, incluye referencias explícitas y homenajes a su figura en un par de escenas y al final propone, en la suerte que corre Darín, una analogía entre el personaje real y el ficticio. De esta manera, Trapero promueve un delicado equívoco: Mujica no era un cura villero y sus héroes de ficción no son curas tercermundistas. La figura de Mujica puede ser admirada o discutida (lo segundo es más provechoso que lo primero); pero es jodido tergiversarla en función del espectáculo. La tarea que desempeñan los curas diseñados por Trapero, Mitre y Fadel es la de una reducción de los daños: siempre están exhortando a los diversos actores del conflicto (los villeros, los narcos, la policía, los sindicalistas, el obispo, el poder político) a que concilien, a que bajen la intensidad del enfrentamiento; en muchas escenas, del principio al fin, se los ve luchar denodadamente para evitar el estallido de violencia. La fría decisión de los guionistas es que los personajes fracasen en el momento decisivo. El pesimismo garpa. También se ve a los curas rezando y llorando compungidos por su impotencia ante la injusticia del mundo. Curiosamente, no se los ve predicando el Evangelio. De hacerlo, los personajes deberían haber optado entre una interpretación conciliadora y otra liberadora de la palabra de Cristo: ese dilema se le planteó a Mujica, a quien el film homenajea, pero los guionistas no se lo permiten a sus criaturas.
Los tres personajes principales dialogan profusamente -pedagógicamente, en relación con los espectadores- sobre su tarea en la villa, explican sus problemas psicológicos y sus dificultades logísticas. Pero en ningún momento sus conciencias rozan la dimensión política del conflicto. Más bien todos parecen naturalizar la relación de fuerzas vigente: los pobres siguen pobres, los curas siguen curas, los narcos y la policía hacen lo que se espera de ellos, el obispo intima a los curas a encuadrarse, los políticos prometen y los sindicalistas protestan. Trapero los filma a todos como si la historia no existiera, como si sus personajes respondieran a arquetipos intemporales y la estructura del mundo fuera inmodificable, lo cual no es una opción política neutra, sino reaccionaria. Incluso si nos remitiéramos a la dimensión puramente ética de los personajes, Trapero los filma sin posibilidades, lo cual los priva de libertad. El epílogo es tramposo: Renier, tras el fracaso de su proyecto pastoral, se queda pensando en silencio y solo. Ese silencio podría preanunciar un salto en la conciencia del personaje (¿estará a punto de decir "NO", como el protagonista de El estudiante?), pero esta lectura parece forzada en una película que hasta el momento lo explicó todo mediante diálogos abundantes.
Los temas "controversiales", como la droga, el narcotráfico, la violencia policial y el celibato sacerdotal, se reducen a condimentar el drama principal. Los narcos parecen brotar del seno profundo de la villa, sin conexión con el exterior; la institución del celibato le otorga un sabor prohibido al romance entre Renier y Guzmán, pero no abre un frente de conflicto con la normativa eclesiástca; la violencia policial queda impune porque sirve a los fines narrativos, para "sacrificar" al protagonista. Se puede hablar de tantas cosas sin decir nada.
¿Por qué un cineasta como Trapero elige hacer una película sobre la villa, después de haber hecho otras sobre la policía, el sistema carcelario o la industria del juicio por mala praxis médica? Esta pregunta puede extenderse a las películas que sus guionistas hicieron sobre la militancia universitaria y la fuga de la reclusión de un grupo de delincuentes juveniles. Hay un tenaz ejercicio de profesionalismo en esa versatilidad para saltar de mundo en mundo. Pero en todos los casos es imposible ocultar la posición desde la cual este sistema narrativo enuncia sus fábulas, el punto de vista desde el que se observa el mundo. En Elefante Blanco los villeros aparecen invariablemente como una masa indiferenciada, objetos sin voz dramática propia, una fuerza natural destinada a hundirse en su fango de miseria, droga y violencia autodestructiva, incapaces de conquistar una conciencia propia, reducidos a su función de marco para que los protagonistas, burgueses o pequeñoburgueses, como los autores, desplieguen sus conflictos existenciales y elaboren sus deseos. ¿Para quién filma Trapero? (Completo acá)