por Lilián Cámera
Al principio pasábamos por el comedor sin prestar atención a los retratos. Los Zeta mantenían la costumbre de recibir a las visitas en el living, sentados muy rígidamente. Sus ojos se movían desacompasados del cuerpo, como una maquinaria defectuosa que se ajustara un minuto después de lo esperado. No siempre fue así. En una época era usual escucharlos reír al compás de la música a todo volumen y el aroma de la comida recién hecha. Eso hasta que pasó lo del niño. Habrá sido la tristeza, pero ellos se convirtieron en seres taciturnos, en figuras abstractas que salían para comprar el diario o el pan. Por pena los visitábamos seguido, llevando una torta o frascos de dulces caseros. Fue ahí que empezamos a notar que la foto del niño iba cambiando, a la vez que los ojos de los Zeta se volvían más inquietos y animales, autónomos de una carne que no podía acompañar su esencia. Al principio fue una pequeña mancha, luego sombras, grises absurdos para una foto color. Una tarde, alguien pudo distraer los ojos de los Zeta para observar con todo detalle la transformación. Ya no quedaron dudas, lo que fuera que le sucediera al retrato tenía íntima relación con los cuerpos estáticos del living. Del rostro del niño se propagaba una masa infecciosa en línea directa a los ojos paternos: la culpa agrandaba el vacío, la humanidad perdida, el devenir animal.
(continuará)
Imagen: © Pilar Zeta