por Sergio Caregnato
La victoria es la meta de cada contendiente en un encuentro deportivo que demuestra y mide el valor de quien la obtiene. El equilibrio de los valores en el campo resta el elemento esencial que garantiza el significado del encuentro. Cuando este equilibrio se pierde, el código debería servir para preservar el honor del adversario derrotado, para no hacer de él un objeto de burla. Poner en ridículo al propio adversario disminuye inevitablemente la importancia de la victoria.
El partido entre Brasil y Alemania ha demostrado la dificultad de reunir las reglas con el código. La regla era que Alemania se empeñara en anotar el mayor número de goles, el código requería de no hacer estragos en el cuerpo de un oponente ya apabullado por una serie de goles que eran la manifestación de un extravío psicológico antes que genuinamente deportivo. En resumen, después de los primeros goles se doblaron las rodillas brasileñas bajo el peso de una humillación absurdamente amplificada. Desde el comienzo del Mundial, la Seleçao se encontró en el papel poco envidiable de los 'favoritos'. El equipo sólo podía perder, porque en caso de victoria, sólo habría hecho lo que todo el mundo esperaba y exigía.
La desagradable y persistente sensación de que tan insólito resultado terminó por proyectarse a toda la nación sudamericana (y, quizá, por un prejuicio europeo generalizado, a toda la América Latina), humillándola, nunca me abandonó. Los rostros de los niños que lloraban, la conmoción de los adultos, enfatizados por el habitual pseudo-realismo de las cámaras, el desconsuelo de los jugadores, completaron el retrato de una "tragedia nacional". Esto fue perfecto para reforzar viejos clichés sobre el desorden de las pasiones de este pueblo, y para animar el debate político para las próximas elecciones.
Cuanto más el número de goles se extendía, más fuerte era la sensación de que esa representación abría una herida inmerecida y amarga, porque era innecesariamente humillante. La alegría de ganar se entiende, pero no cuando la derrota se transforma en vergüenza para el oponente.
El resultado de este partido terminó por exaltar aquel violento y sádico componente que parece inextirpable en el ser humano frente al débil o al vencido. Y la política, que hace del fútbol y del espectáculo un instrumento de propaganda potentísimo, ya encendió los megáfonos para las próximas elecciones brasileñas. A la política anti-Roussef se ha confiado la tarea de explotar plenamente esta humillación: las hienas están trabajando, inexorablemente.
La imagen de Alemania habría ganado mucho más con un comportamiento más caballeresco, recordando más los códigos que las reglas, más sensibles a las circunstancias que a la tabla de goleadores. Por estas razones, yo que soy italiano, el domingo hincharé por Argentina.
(traducción: Lidia Ferrari)