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7 cajas

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¿Por qué uno recibe con tanto regocijo una película como 7 cajas? No se trata de una obra maestra del cine, pero es una muy bonita película, de esas que cuando aparecen descubrimos que hacen falta. No es tampoco que las muy buenas películas falten, al contrario: en los últimos 12 meses pude ver, en carteleras comerciales o en circuitos alternativos, películas excelentes: este es el año de la magistral Stray dogs (Tsai) y de la asombrosa Fávula (Perrone); se vio esa joya que es Museum Hours (Jem Cohen) y se va a estrenar E agora? Lembrame (Pinto). Y en los cines comerciales se vieron filmes excelentes como El lobo de Wall Street (Scorsese), The Jersey Boys (Eastwood)Cae la noche en Bucarest (Porumboiu) o Gran Hotel Budapest (Anderson); vi  incluso muy buenas películas argentinas, como El rostro (Fontán), Si je suis perdu, c`est pas grave (Loza), Los dueños (Toscano/ Radusky), El último verano (Naranjo) o Tres D (Ruiz). Con esta rápida enumeración está claro que hay diversidad, calidad y cantidad suficientes como para hacer una lista de grandes películas del año. Así que no es que el buen cine falte.

Pero cuando aparece algo como 7 cajas uno se acuerda de que el cine contemporáneo está muy compartimentado, dirigido a priori a públicos muy definidos, así que casi no hay modo de que se produzcan experiencias de cruce: de un lado Tsai o de Perrone, del otro Eastwood o Scorsese. Y nada en el medio. No hablo del mainstream más previsible, porque trato de huirle y porque está claro, en este caso más que en ningún otro, que se trata de experiencias altamente codificadas y sin margen de sorpresa.


Lo que está faltando es la tercera posición, películas puentes. Películas que puedan dejarnos cruzar de una a otra orilla, que puedan mezclar espectadores de experiencias muy distintas. Disfrutables desde su vocación popular, desde su pulsión narrativa y también desde su amor por la materia que tratan y la forma que buscan. Al comienzo de Cae la noche en Bucarest hay una conversación en la que el protagonista, un director de cine, dice que dentro de pocos años la gente ya no va a ver más películas, no al menos en la acepción que todavía tiene esta palabra. 7 cajas es de esas películas a las que alude el personaje de Porumboiu. En la película paraguaya de Juan Carlos Maneglia y Tana Schembori convergen con gracia distintas tradiciones: la aventura, la tensión, el juego, el vuelo lírico, la huella de lo real y la alucinación. El chico que trabaja en el Mercado 4 de Asunción emprende una aventura peligrosa a cambio del modelo de celular que lo acerque a la imagen que contempla en las pantallas. La película que él mira embelesado es una de Johnnie To. Y de esa punta del hilo hay que tirar. No es que Maneglia y Schembori hayan querido hacer Hollywood en guaraní. En el cine oriental contemporáneo se viene practicando una apropiación de los géneros y estilos para hacerlos vivir una vida nueva. Hay una alegría y una soltura en To, así como también la hay en Sono Sion o en Takashi Miike, que no indica para nada el mandato imposible de aferrarse a un clasicismo perdido, ni de parodiar aquellos viejos clisés para consumo irónico. En lugar de ese apego a una lengua muerta, estos directores saben jugar al cine con la seriedad con que juega un niño. Eso que un puñado de coreanos, taiwaneses, japoneses y honkoneses siguen haciendo, para lo que no necesitan adoptar modales hollywoodenses sino ser fieles a su geografía, que de por sí les brinda un cruce de culturas, un mestizaje cinéfilo.


En 7 casas no hay indicaciones previas para seguir la hoja de ruta de los géneros: cuando aparece la memoria del género, a medida que la película avanza, es para poetizar la marcha del relato. El género no está impuesto como clave de lectura ni sofoca la inventiva. De igual forma con el realismo o la localidad: el cine es un arma cargada de realismo, así que no hay que hacer de eso una religión. Si te ponés en un lugar muy preciso, digamos, el Mercado 4 de Asunción, si usás el cine como instrumento de percepción, entonces vas a encontrar todo lo que la cámara puede captar sin que vos lo hayas escrito en un guión. La localización precisa dicta también condiciones económicas y vínculos sociales que articulan el relato: la fiereza del mercado global en su zona más frágil y expuesta, donde la violencia no se metaforiza sino que es parte de los trabajos y los días.

Hay algunas destrezas que hacen que la cosa funcione tan bien. En la manera de poner la cámara y de moverla, de corregir foco y usarlo como signo de puntuación, de cortar los planos y de juntarlos, se nota que estos realizadores quieren el cine, que hacen todo por amor a él. Maneglia y Schembori son capaces de desplegar varias subtramas y no enredarse; convocan a más de una decena de personajes y no descuidan a ninguno; obtienen actuaciones de una naturalidad muy difícil de encontrar; dejan aparecer el espacio laberíntico del mercado, con toda su bella crudeza, una locación que Hollywood no podría recrear ni con cientos de millones de dólares. Un uso narrativo muy astuto de los objetos (una lección aprendida del cine clásico, sí): celulares, carretillas, cajones, pantallas, billetes; ellos son vehículos de la emoción que los personajes depositan ahí. 


El toque exacto para los diversos temperamentos: no demasiada dulzura para que no empalague, pero bastante dulzura; no mucha crueldad como para maltratarnos, pero la crueldad justa que una economía marginal nos impone. 

Y finalmente, lo principal:: hay todavía un resto de realismo estricto en el habla: el bilingüismo guaraní-castellano que ningún guionista ingenioso podría inventar y que el cine nunca antes registró: gracias a 7 cajas el cine hablado descubrió una música nueva, algo que rompe con cualquier convención genérica, el antídoto que nos salvará de las lenguas muertas.   

Es la convergencia feliz de todos estos elementos lo que hace que 7 cajas sea la gran sorpresa cinematográfica de los últimos años.

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