Otra mirada sobre la gran película de Tomas Alfredson
por Oscar Cuervo
Soy un tipo de espectador de cine bastante inepto para seguir una trama narrativa medianamente complicada. Digamos que tiendo a enfocar mi atención en otros elementos del dispositivo cinematográfico (la luz y la sombra, el color, los movimientos de cámara, el espacio entre los personajes, la administración del tiempo, la cadencia de los cortes) y a perderme en pequeños detalles: de El topo recuerdo con mucha vivacidad la cara transpirada y pegajosa del mozo que atiende en el bar de una especie de patio-shopping raramente sombrío, la gota de sudor que cae sobre el mantel, mientras una mujer anciana observa la escena desde la ventana y en una mesa cercana a aquella en la que transcurre la acción principal una madre cuida a su bebé. Más adelante, me acuerdo de una abeja que se mete en el auto en el que viajan varios personajes y que molesta levemente su conversación (no me acuerdo de qué hablan, pero las palabras no registran nunca la presencia molesta del bicho). En una escena posterior, un pájaro se mete por la cavidad de una chimenea en un aula en la que un profesor está dando una clase a chicos que presencian azorados la reacción del docente, que interrumpe un momento su discurso para rematar al ave con un fierro (sin decir nada tampoco sobre el asunto). La gota de sudor, la abeja, el ave que parece venida de The Birds. Esta atención oblicua muchas veces me distrae del hilo conductor que proporcionan los diálogos, las palabras que suelen indicar relaciones de filiación o subordinación entre los personajes, cadenas causales y tiempos verbales que establecen un antes y un después, motivaciones, declaraciones, pedidos y sugerencias de los personajes. Y los nombres, por supuesto.
Bueno: la primera vez que vi El topo (la vi dos veces) no entendí casi nada de sus conversaciones, y apenas pude fijar que el personaje que hace Gary Oldman se llama Smiley y comanda la detección de un doble agente infiltrado en el servicio secreto británico, en el marco de la Guerra Fría. Sin haber entendido la trama, pude percibir estas conversaciones intrincadas como un tejido. La película es un tapiz de conversaciones, como si fuera una conversación continua, que avanza y retrocede en el tiempo, por lo que un personaje muerto al principio vuelve a aparecer vivo después, o una fiesta de fin de año que reúne a los agentes secretos reaparece una y otra vez, quizás en la memoria de alguno de los protagonistas, o de varios. La nota de Marcos Valentín Perilli que precede a esta abunda en precisiones de la trama que a mí, por mi atención oblicua, me pasaron totalmente de largo. De lo cual infiero que la película de Tomas Alfredson permite al menos dos tipos de experiencia bastante distintas. En la que hace Marcos la película permite una lectura digamos clásica, donde la virtud de los personajes queda ligada a sus destinos. Hay otra vivencia más impresionista, que es la que yo realicé. Yo me encontré sumergido en la luz gris azulada, crepuscular, melancólica y preferentemente invernal que impregna casi toda la película (con la excepción de una breve escena en la que la pareja formada por los dos más jóvenes, que pertenecen, creo, a dos servicios secretos enemigos, viven una temporada romántica llena de sol). La luz melancólica que predomina se lleva muy bien con la partitura del español Alberto Iglesias y con el tono apagado de las voces de la conversación -toda la película es una larga conversación (¿ya lo dije?) cuyos participantes se van relevando mediante un montaje cadencioso, sin que muchas veces advirtamos el salto espacial o temporal.
Su cadencia es la percepción más definida que tengo de la película. Esto no representa para mí ningún incoveniente: en mi vida cinéfila aprendí a renunciar a comprender del todo los argumentos, lo que tiene que ver quizá con el placer que me despierta relajarme ante los vaivenes incomprensibles del cine de Godard, o con mi atención fluctuante. Sé que el cine tiene argumento, a veces, y que puede ser importante, a veces, como las canciones tienen letra y, a veces, es importante entender de qué hablan. Pero alguna de las canciones que más me gustan ya me habían gustado antes de saber de qué hablaban.
El cine tiene letra, pero tiene también melodía, ritmo, armonía, timbre, intervalos, silencio. Esto vale por ejemplo para las películas de Apichatpong, donde es decisivo apreciar la tersura de la voz de los personajes, tanto como el rumor acariciante de la jungla. Alguien a quien El topo no le gustó nada me dijo que una película de espías tiene que entenderse. Yo creo que la puedo comprender de otra forma. Alfredson hace algo muy distinto -y para mí más provechoso- de lo que hizo David Fincher en La chica del dragón tatuado: no se dejó atrapar por las imposiciones del relato literario de origen, no se subordinó a la claridad de exposición de los hechos narrados, sino que le impuso a la trama un ritmo que está dictado por el temperamento, el clima, la atmósfera o la afinación. La conversación es en la película una textura que suena como un fondo orquestal.
Pero el concepto de Guerra Fría parece ser decisivo para organizar los componentes de El topo (prefiero pensar en una composición más que en una narración): esta guerra que libran dos fuerzas enfrentadas e infitradas es verdaderamente fría, no hay nada parecido a explosiones, las victorias y las derrotas de los contendientes están asordinadas, o se insinúan en miradas fugaces y ambiguas, o se deslizan silenciosas como una lágrima o una gota de sangre por una mejilla. Alfredson filma a los agentes secretos como si fueran vampiros en un país que está de olvido y siempre gris, o como si fueran viejos oficinistas agobiados por su rutina, que es la continuación de la guerra por otros medios.
(Quizá este texto sea solo la justificación de haber gustado tanto de una película que no llegué a entender del todo).