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Ragazzi

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La nueva de Perrone, que pronto se estrenará en el Festival de Roma



por Oscar Cuervo

lo que no expreso muere/ no quiero que nada muera en mí/ (…) me sacude una fiebre de maníaco ante la idea de llegar tarde/ de perder un instante…

Raúl Perrone, cineasta bonaerense del siglo xxi, toma a Pier Paolo Pasolini como un pretexto, en el sentido literal de la palabra; como un texto preexistente del que apropiarse, también como ícono, para hacerlo colisionar con otros ángeles, otras estrellas, oscuras o radiantes, de su cielo de cine. Ahora que el soporte fílmico acaba de extinguirse, que toda ontología de la imagen cinematográfica ha quedado en incómodo suspenso, ¿cómo pararse ante la muerte del cine? ¿volverse neoclásico? ¿neoprimitivo? ¿neomoderno? Este no parece ser un dilema para el cine de Perrone. La inquietud febril, su “fiebre de maníaco ante la idea de llegar tarde”, tal como hace decirle a un personaje adulto que le habla a los ragazzi reunidos en una escalinata de la iglesia de Ituzaingo, lo empuja a convocar a todos los espíritus. Los tiempos diversos, las lenguas y dialectos, Melies, Pasolini, Dreyer, Leonardo Favio, las sombras chinescas, Zeppelin, Handel y la tecno-cumbia, el roce de la púa ante el disco de vinilo, las voces en reverse, los rostros difuminados por la estela del movimiento, como en una pintura de Francis Bacon; la fricción caótica de todos los recursos es lícita si se pueden integrar en una mirada.

En el cielo de la noche vemos la luz titilante de las estrellas en el espacio sideral. Pero en verdad vemos otra cosa: la luz proveniente de cada estrella ha salido hace miles de años desde su fuente remota para llegar al fin ahora a nuestras retinas. Cada estrella está a una distancia diferente. Vemos entonces, no el pasado, sino los pasados, todos juntos ahora. El cielo estrellado es como el cine, un efecto óptico. Solo existe para una mirada. Así pasa con los tiempos del cine en el cine de Perrone. Por eso Pasolini, su silueta danzante, su voz sagrada y sangrante, pueden coexistir con figuras de Dreyer y rostros de adolescentes contemporáneos, atravesados por piercings y reconociblemente sudamericanos. Pasolini es una estrella que brilla junto a otras, todas contemporáneamente, en el cielo perroneano.

Ragazzi es una traducción posible de P3ND3JO5, dentro de la traducibilidad que Perrone puede permitirse. P3ND3JO5 ha sido un nuevo comienzo en su filmografía, como si un hombre adulto pudiera nacer de nuevo: Ragazzi es una expansión y una agudización de ciertos procedimientos iniciados en P3ND3JO5: la alteración furiosa de todos los registros, los loops, los mash-ups sonoros y sus análogías visuales, las superposiciones múltiples, la proyección invertida, las sombras, los fantasmas (esa antigua palabra que tan bien define la esencia del cine), las yuxtaposición de las diversas cadencias, desde el tracking defectuoso del fílmico dañando hasta el ralentí, la contaminación de la voz poética en un contexto extrañado, como si el ADN del cine ingresara en una fase de turbulencia completa por obra de un dios enardecido.


Somos esos dioses eternos y redondos/ ¿otros nos abandonan( pero no importa, sabes?/ (…) miles de cuerpos se iluminan de oro/ a veces de nácar, de plantas verdosas y azuladas/ los rostros que quedaron fijados como tatuajes antiguos/ como daguerrotipos amarillentos/ con un hermoso perfume húmedo/ la puerta se abríó al destino de los ecos de lo antiguo...

Ragazzi está presentada como una sinfonía en dos movimientos, apelando una vez más al léxico musical, como lo hacía en la “cumbiópera” de P3ND3JO5. Cada movimiento tiene un carácter bien diferenciado: el primero, centrado en el ragazzi que compartió la última noche con Pasolini, es de una tonalidad lúgubre, teñida por las sombras del crimen y un oscuro complot, como si este fragmento estuviera filmado tras las gafas negras del poeta. El segundo movimiento transcurre en un espacio de sol fulgurante, al borde de un arrollo debajo de un puente, al que acuden un grupo de chicos carreros en pleno goce vital. También por ahí sobrevuela la tragedia: los jóvenes en peligro, la adolescencia como el umbral de una muerte posible son constantes en esta etapa de la fantasía perroneana. Pero el paso de la poesía fúnebre al estallido erótico de los cuerpos jóvenes acariciados por el sol y la libertad aérea de la tarde estival se sobreponen incluso al destino trágico. La cámara parece alcanzar el éxtasis cuando captura los perfiles angulosos de los chicos recortados contra un cielo que parece adorarlos, sus miradas en trance, la irresponsable vitalidad de caballos y perros, la súbita irrupción de la belleza femenina. Con un final brillante y glorioso, con los pibes desafiando la ley de gravedad, las leyes de la termodinámica y la fatalidad de la muerte, emergiendo, volviendo a nacer de las aguas. La cámara de Perrone sacraliza esos rostros de luminosa inocencia.

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