Alonso, Perrone, Campusano
El idioma de los (cineastas) argentinos
por José Miccio *
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Comencemos por Jauja, un hit idiosincrático, festivalero. Trata de un tipo que pierde a su hija en la Patagonia y al ir tras ella se pierde también él, no solo en el espacio. En la conferencia que siguió a la proyección a que asistí, Viggo Mortensen definió la película como un western existencialista argentino-danés; un escritor que tiene algo que ver con el asunto podría haber acotado: la literatura ha fatigado este argumento. Un hombre racional, que al comienzo se muestra confundido por la falta de especificidad que los indios tienen para los militares argentinos, y que se pregunta cómo es posible conquistar sin comprender, termina envuelto en la sinrazón del espacio, arrastrado por una borrasca ingobernable. Borges, Saer, Buzzati, Conrad, Herzog, Serra, Weir, José Eustasio Rivera tienen en su haber argumentos afines; el motivo que los vincula es tan simple que hasta Feinmann lo intentó, con su acostumbrada mala suerte. Hay emblemas para la razón sobrepasada: el reloj o la brújula inútiles, el mapa mudo. Alonso no deja de honrar esta costumbre. Pero lo que convierte a Jauja en algo singular, en algo mucho más atractivo que otro episodio en la larga historia de los racionalistas aturdidos por el misterio o lo informe, es el talento de Alonso para fabricar planos de misteriosa superficie; como Ushuaia en Liverpool, La Pampa en La libertad y el Litoral en Los muertos, la Patagonia tiene en Jauja imágenes definitivas; en un momento Mortensen se acuesta sobre unas rocas y pone su cara ante el cielo nocturno; Alonso señala su excelencia con la música, algo que no había hecho hasta ahora.
No es la única novedad. Jauja es sin dudas una película de Lisandro Alonso. Pero lo es en condiciones nuevas, que merecen atención. En una lista veloz y casi obligatoria las diferencias respecto de sus largometrajes anteriores serían estas (varias están apuntadas ya en Liverpool, pero sin tanto vigor): actores profesionales, presencia de un escritor-guionista, ambientación de época, considerable aumento del diálogo, dislocación temporal, giro argumental fantástico. Las persistencias son también importantes, pero para entender el lugar que ocupa Jauja en la filmografía de Alonso lo fundamental pasa por estos elementos nuevos. Repasemos teniendo en cuenta el factor Mortensen y el factor Casas, puras hipótesis.
Factor Mortensen. Los actores más importantes de Jauja son profesionales, y no solo eso: también hay una estrella. En vivo y en directo, Viggo Mortensen es un tipo culto y simpático, que en un suspiro pasa de hablar de Dreyer a contar historias sobre los viejos jugadores de San Lorenzo de Almagro. En el cine es un animal fotogénico, un actor con autoridad, tan bueno en El señor de los anillos como en Promesas del este, tan convincente haciendo de Freud en Un método peligroso como haciendo de un militar danés en la Patagonia argentina del XIX en Jauja. Su personaje (Dinesen) es el más ajeno al mundo en que se encuentra de todos los de Alonso. El hachero de La libertad y el ex convicto de Los muertos son locales (lo que no implica que sean nativos: el hachero eligió el campo). Su integración al espacio es absoluta: saben leer los signos, saben aprovechar los elementos a su alcance, saben moverse casi a ciegas. Voltean árboles, asan mulitas, remontan el río y recogen miel salvaje con una sabiduría que solo un espíritu pobre llamaría costumbre. Son Nanooks cazando sus propias focas. Alonso los mira con una distancia que no impide la admiración. El Farrel de Liverpool es diferente. No vive en Ushuaia desde hace décadas, pero no por eso es extranjero. Le basta tocar la tierra para moverse bien. Farrel vuelve, Misael ya se fue, Vargas está ahí aunque se mueva; bastan estas diferencias para saber que en Liverpool el relato o su ademán es mucho más notable, y que la búsqueda que emprende Farrel en los días que su barco permanece en puerto forma parte de otro orden de experiencia que el viaje de Vargas hacia su hija después de los años que pasó en la cárcel. Por su completa ajenidad al espacio en el que lo encontramos, el europeo de Jauja es la contracara exacta de estos tres personajes: necesita guías, y cuando no los tiene cae fácilmente en las trampas de los que saben cómo vivir en el desierto; en un punto está en la Patagonia tan a la deriva como en la Lugones Vargas y el hachero (Fantasma es la película en la que más lejos está Alonso de sus personajes, porque es la única en la que filma un lugar que le es propio, no importa de quién es el campo pampeano). En una ocasión, mientras sube dificultosamente una sierra, Dinesen dice en danés: Qué país de mierda. La extranjería del militar reproduce la del propio Mortensen en el mundo de Alonso, pero a diferencia de su personaje, Viggo no se pierde nunca.
Factor Casas. Esta es la primera vez que Alonso trabaja con un escritor-guionista. Jauja es su película con más diálogo, lo que puede explicar fácilmente la presencia de un escritor en el equipo. Pero más que en las palabras, la participación de Casas se intuye en la dirección que toma la historia (leve, inestable) en su último tercio. El giro fantástico es completamente nuevo en Alonso, así como la torsión temporal. Los misterios a los que se abrían sus películas anteriores tenían que ver con la indeterminación del mundo, con la vida y la naturaleza entendidas como objetos de indagación estética; en esta ocasión hay un bello y desconcertante misterio a nivel argumental, que supone a la vez un abandono de la linealidad estricta de Los muertos y de Liverpool. Quién hubiera dicho que Alonso tocaría el fantástico. Hay un juguete y un perro lastimado presentes en dos espacio-tiempos, y la chance de que todo lo visto sea el sueño de una adolescente que vive en un castillo con cuadros que recuerdan el pasado familiar, o un viaje en el tiempo, o un trance místico, o nada de eso. En el final de Los muertos un muñequito de la selección argentina quedaba en medio del plano, desprendido de todo vínculo con el monte que los humanos habitan y del que obtienen alimento y materiales para sus casas. En Jauja otro muñequito, un soldado esta vez, funciona como objeto de transición: pasa de mano en mano y conecta los tiempos. Tiene por eso un peso narrativo que el otro chiche no tiene.
Como sabe cualquiera que haya leído al menos una reseña sobre Jauja, hay algo desconcertante en la película, lo que empuja a la interpretación y otros problemas, si se quiere resolver el significado de lo que vemos, la identidad de algún personaje, el secreto que pone en relación tiempos y espacios discontinuos. Resolver… ¡Como si el cine fuera un crucigrama! Un poco infantilmente, Alonso y Casas preguntaron al público por ciertas oscuridades del argumento, y jugaron a no entender nada de su propia película. No es que esté mal, ni que no sea cierto; ellos (no) sabrán. Pero la verdad es que Jauja está muy escrita. Es obvio en los diálogos más esmerados: “El desierto se come todo”, “Me gusta cómo entra en mí, cómo me llena”. Pero también en algunos de los elementos en los que la incertidumbre se apoya: el juguete y el perro herido que mencioné antes, justamente.
Puede que no quede del todo claro qué significa el muñequito del soldado, o por qué está ahí, pero su función es comprensible, y de hecho altamente convencional: es una materia en la que el tiempo encarna y se abre a modos que no son el de la línea y la continuidad, pero tampoco el de sus alternativas psicológicas: la pausa o la memoria asociativa. Es propiamente un objeto fantástico. El perro lastimado, por su parte, además de existir en tiempos distintos, sirve como reflexión metanarrativa, por demás burlona. Su cuidador dice que la herida que tiene en el lomo – un parche caliente – se la produce él mismo al rascarse, y que se rasca cuando no entiende lo que pasa.
Alguien titulará Parche caliente su lectura de Jauja, y hablará de espectadores a los que el lomo les pica. Se rasca el perro, nos rascamos nosotros, nadie entiende, no hay nada qué entender, el parche sana. Esa es la progresión pedagógica esperable, correcta. Alonso felicitó al que respondió en la sala la obviedad mayor (que es verdad, por supuesto): No importa qué pasa, no es necesario entender todo. Pero, una vez más, la incertidumbre es una directiva del guión, está deliberadamente trabajada. Por eso la puesta en escena de Casas y Alonso en el Auditorium sonó algo petulante, como a canchereada.
No pasa lo mismo con uno de los grandes aciertos de la película, en el que Alonso y sus dos factores se encuentran y fortalecen. En Jauja se habla en castellano, en danés, en castellano con acento danés y en francés con acento criollo. Además, los subtítulos (los que forman parte del film, no los agregados para su proyección) hacen con el registro algo curioso: en el desierto del siglo XIX los que hablan castellano se tratan de usted, mientras que la traducción de los diálogos en danés elige el rioplatense vos. Por supuesto, la diferencia depende del vínculo que existe entre los personajes: padre e hija tienen una intimidad que no tiene el capitán danés con sus hombres, ni los hombres entre sí. Pero el uso del vos (tan poco neutro, tan geográficamente acotado) no es solo una manera de traducir un lazo familiar. Genera una doble extrañeza. Por un lado, nuestra forma común de hablar es ajena al subtitulado, que prefiere siempre la quimera del neutro. Por otro, y debido al modo antinaturalista en que los actores dicen sus parlamentos (algunos sobreescritos, hay que decir), todo sucede como si el danés terminara por sernos más cercano que nuestro propio idioma.
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A propósito del gran trabajo sobre el lenguaje de Jauja – y de su contracara absoluta: el costumbrismo simpático y televisivo de El 5 de Talleres de Adrián Biniez – recordé algo que tiene mucho que ver con el festival. Cuando vi por primera vez Pizza birra faso (¡hace casi dos décadas!) quedé encantado, como casi todos, con el realismo de sus diálogos. Nunca se había hablado así en el cine argentino, con una fluidez tan callejera. Quince años después, cuando proyecté la película en el marco de un taller de cine para pibes que en 1997 todavía no hablaban, casi todos me dijeron que los diálogos les parecían exagerados. La veloz pérdida de naturalidad de lo que en su momento brilló por su naturalismo se debe a un cambio profundo en el modo de hablar en el cine argentino, que ya no tiene como contramodelo un dialoguismo rancio y teatral, seguro en su gramática y en sus variedades de dialecto y registro, atadas siempre a los tópicos del costumbrismo más perezoso. Este feo hábito – que se suele ejemplificar con Esperando la carroza y con cualquier aparición de Enrique Pinti pero que es mucho más irritante en películas como las de María Luisa Bemberg y Raúl de la Torre, que se pretenden finas - no ha desaparecido completamente, pero es indudable que ya no es dominante, de modo que no hace falta un torrente verbal para quitárselo de encima. A tal punto es así que hoy podemos reconocer el falso lenguaje de los villeros de Elefante blanco diciendo que suena más viejo que el de Pizza...
Elefante blanco tiene un problema absoluto en las escenas en las que trata de reproducir un modo de hablar que no es capaz de oír. Fracasa incluso cuando se ajusta a lo efectivamente escuchable fuera del cine. No es algo raro. El realismo de los diálogos es un arte difícil. Cualquiera que piense que basta con grabar largas secuencias de audio solo conseguirá muestras para tesis en sociolingüística, no parlamentos para el cine. Para sonar como en la realidad hay que inventar un idioma. Lo que casi siempre quiere decir: hay que inventar un personaje capaz de resistir la tipificación. Si no, todo parece falso, y solo quedan en su habla elementos muertos, cosas seleccionadas para decir lo que el guión cree que debe ser comunicado, elementos presuntamente representativos. En este caso, todo lo que permita declarar: Somos villeros, gato. Elefante blanco es por eso el anti Mundo grúa. Lo que el Rulo decía con su propia voz, los pibes de la villa lo dicen como pibes de la villa. No es que Luis Margani diga mejor sus parlamentos sino que los dice el Rulo, un personaje entero, metido en problemas que no dependen de su biografía pero que su biografía elabora. En Elefante blanco Trapero vuelve a ponerse del lado de los humildes; incluso le dedica el film al padre Mujica. Pero aquellos a quienes él y sus protagonistas quieren defender no tienen historia sino una situación social de emergencia. No son personajes en sentido estricto sino el objeto de una ayuda o un abuso. No hablan ni cuando hablan, tal como muestra esa escena horrible en la que en una especie de círculo de recuperación de adicciones los villeros dicen el villero.
El realismo callejero de Caetano y Stagnaro no fue la única vía que siguió el cine argentino para salir del atolladero lingüístico en el que lo habían dejado los años 80. También probó el camino contrario: renegó de la mímesis y elaboró un idioma que no le debía explicaciones a otro ámbito que la ficción. Pero el tiempo pasó también de ese lado. Los diálogos antinaturalistas de Sábado pueden haber sonado en su momento muy atinados, muy sugerentes. Pero hoy por hoy son mucho peores que los de Pizza... Puestos a decir las cosas como son, los únicos diálogos que quedaron verdaderamente bien parados son los de Lucrecia Martel y los de Martín Rejtman, dos escritores notables.
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Todo esto para hablar de Campusano. Hace dos años, cuando se proyectó Fango en la competencia argentina, tuve la posibilidad de comparar esa mezcla de incomodidad, extrañeza y fascinación que me provocaron sus diálogos con una película completamente distinta pero en un punto afín.
La educación gastronómica, el muy fallido debut de Marcos Rodríguez (excelente crítico, dicho sea de paso), presenta una situación similar a la de Fango. No deja de ser curioso, porque pertenecen a universos extraños entre sí. En otra realidad social, con otras referencias culturales y otros intereses, pero sin dudas con un compromiso con sus actores y su tema no menos intenso que el de Campusano, Rodríguez cae en el mismo inverosímil de dicción que el director de Quilmes; pero a diferencia de lo que sucede con los personajes de Fango, los de La educación gastronómica responden a las expectativas que uno puede construir sobre ellos apenas los conoce. Hablan de lo que se supone tienen que hablar unos treintañeros con experiencia universitaria, procedentes de una clase media razonablemente instalada en sus comodidades y sacudimientos. Hablan de la situación política argentina de los últimos diez años, de música, del tiempo de la escuela, de la ciudad y el pueblo. Los de Campusano, por su parte, no mencionan ni una vez la palabra Conurbano, ni la palabra yuta ni la palabra política. Es así por una cuestión argumental – los muchachos de La educación gastronómica se reencuentran después de diez años – pero también por una cuestión de realismo. Campusano no quiere nada de sociología ni de espíritu de época, y como ocurre no infrecuentemente consigue más (y mejor) de eso que aquel que persigue el mundo con atención esmerada. El desierto de Rodríguez está lleno de camellos. De ahí que sus diálogos sean tan diferentes (no me refiero a los contenidos, por supuesto). Los clichés lingüísticos de uno y otro lado – loco, puede ser– y la falta de verosimilitud de los actores es, en el aire, la misma. Pero en concreto, no.
La diferencia a favor de Campusano no deriva solo del gusto por ver en el cine personajes que no salen nunca en pantalla, o de cierto turismo de clase que los espectadores medianamente educados y progresistas practicarían en los festivales de cine. Procede de la potencia de sus historias, de la tremenda impresión que producen sus planos. Imposible de ser calificado de bello, con la etiqueta Bruto clavada en sus créditos, el cine de Campusano no tiene sin embargo los problemas del que quiere algo que no puede obtener sino las malas maneras del que le niega al consenso todo sentido, todo imperio. Carece de cortesía, de ahí sus problemas de forma, y su presencia en los festivales es todavía hoy, en cierto modo, inadmisible. Un espectador ofuscado, un par de asientos a mi derecha, decía el martes pasado durante la proyección de El Perro Molina: “Qué malo, por Dios”. Y cuando nos levantamos para dejar la sala no pudo dejar de buscar aliados para su indignación: “¿Estos son actores o vecinos?”, (no) preguntaba.
Es cierto que Campusano, único como es, para bien o mal, no está solo. Cuenta con el apoyo de un festival grande y de varios críticos respetables, que impulsan y celebran su gran productividad (Jorge García me dijo que tiene ya lista otra película, Placeres y martirios, y tres o cuatro más en una carpeta en la que las hojas no duran). Pero todavía hoy, cuando se ve Fantasmas de la ruta tanto en Mar del Plata como en el Bafici (coincidencia en proceso de dejar de ser tan inusual, afortunadamente), o hay quienes esperan El Perro Molina con más expectativas que Jauja, existe la tentación de buscar razones por fuera el cine. O bien una presunta culpa de clase que llevaría a meter motoqueros y negritas en un mundo que les es completamente ajeno, o bien un descaro huero, un acatamiento al impulso un poco pavo de la provocación. A Campusano le pasa en los festivales lo que al grafitero en las galerías: su presencia es sospechosa porque bien puede deberse no al interés de su obra sino a la mala conciencia del curador. A algunos espectadores les sucede lo mismo: estas películas brutales, filmadas sin cumplir con ninguna de las marcas de estilo que se asocian al cine profesional o modernista, no pueden ser apreciadas sino como experiencias de exotismo, en los márgenes de la sociedad y del cine. Campusano sería el payaso raro del sistema. O un error a justificar. Un cineasta, no. Pero lo cierto es que si sus películas producen lo que producen no es porque después de todo estén bien sino porque no aceptan el bien con el que se las pretende medir. Es de su evidente incongruencia con el lado de acá del cine (el lado seguro, digamos), del indecidible límite que existe entre ruptura, primitivismo moderno e impericia, que deriva su fortaleza.
El Perro Molina es más prolija que Fango, lo que en parte le juega en contra. Su primera toma, gauchesca como es costumbre, es fácilmente identificable como profesional: segura, la cámara se mueve lateralmente para presentar un espacio y un personaje. En Fango los protagonistas se encontraban apenas comenzada la película e intercambiaban arpegios en la misma guitarra, estableciendo desde el vamos la clave de su vínculo: igualdad, reciprocidad, respeto. En una palabra, amistad. En El Perro Molina la relación que se presenta al comienzo es bien distinta: no hay intercambio de pares sino contrato. Las obligaciones de la amistad y del trabajo no son comparables, pero el cumplimiento de ambas exige una moral estricta, que es la clave de los héroes de Campusano. Molina se libera apenas empezada la película de un contrato porque la otra parte no cumple; unos minutos después firma (es un decir, el mundo de Campusano es oral) uno nuevo, derivado del respeto que siente por una vieja a la que le mataron dos hijos. El contrato es la verdad de Molina. En ese lazo existe. Cuando un cana le dice que tiempo atrás lo salvó de la cárcel para un día pedirle algo a cambio Molina no chista.
Pero Molina no cumple sin evaluar, no es un profesional en el sentido más mafioso de la palabra. Además, está retirándose: quiere terminar un trabajo y descansar. En una de las primeras escenas se encuentra con un viejo conocido y queda en volver a verlo; es como un mensaje que la vida anterior al crimen le envía a su futuro. Molina es un guerrero, y la película su despedida: la misma historia de tantos otros westerns. De hecho, es probable que aunque quisiera seguir, tuviera que renunciar: el mundo de la delincuencia no es más el que él conoce. También el vínculo que tiene el Perro con el pibe que lo ayuda es propio del western. Molina es una leyenda, y las leyendas se mueven oralmente, y cambian con el mundo que las hace circular. El pibe lo admira porque escuchó relatos de su vida y sabe que el tipo se la banca, pero interpreta ese coraje de una manera propia, que lo aleja de su héroe en lugar de acercarlo a él. Cuando bardea porque sí a unos que pasan, cuando se hace el poronga para mostrarse digno de la leyenda en la que cree, Molina le dice, desde otra época y otra moral: Si la hacés, sabé que en algún momento llega la respuesta. La diferencia entre dos modos de ejercer la delincuencia es uno de los temas de Campusano; lo mejor que tiene la relación entre el Perro y el que se quiere su discípulo es la evidencia simultánea de una devoción y un desacuerdo histórico, que el punto de vista de la película (no necesariamente su historia) resuelve a favor del sesentón. Una vieja dice en un momento: “Hoy cualquier atolondrado de trece años se te para de manos”.
En Fantasmas de la ruta las instituciones del estado aparecen por primera vez con claridad, luego de su ausencia absoluta en ese mundo sin ley pero lleno de códigos que es Fango. En El Perro Molina la novedad es dramática: un representante de la policía participa de la historia en posición central. Se trata de Ibáñez, un comisario putañero, corrupto y forreador, que constituye otro contraste para Molina, el delincuente de ley. La casa en la que vive es ya un punto de diferencia con el Perro, al que no se lo ve nunca entre comodidades. Pero un inmueble es nada en relación con la conducta. El modo en que trata a las mujeres, la completa falta de escrúpulos, el desprecio por los canitas, el tongo eterno que es su vida: nada tiene que ver el comisario con el delincuente asceta.
Igual que Fango, cuyo argumento surge de un caso real ocurrido en Floresta, El Perro Molina cuenta cosas que ocurrieron. La esposa de un policía que se hace puta para escapar de su marido (Florencia Bobadilla, divina), el proxeneta que se enamora de ella, el trabajo de un matador. Pero a Campusano le interesa la escena más que los hechos. Y la escena es la relación con sus (no) actores. Lisandro Alonso dijo en la conferencia de prensa que Misael y Argentino Vargas no entendían qué pasaba cuando hacían La libertad y Los muertos; Campusano no filmaría a nadie que no entendiera qué es eso que están haciendo juntos. Según declaró una vez, la fidelidad es su método. Vos hacé, yo te respeto. Director e intérprete se vinculan bajo la regencia de la amistad, no del contrato.
Que haya conocimiento de lo que se cuenta, parece ser el mandato de Campusano. Que el que cumple un papel sepa de qué va la cosa. Que viva o haya vivido en un mundo en el que los acontecimientos de Fango o El Perro Molina se entiendan sin la mediación de los diarios o la tele. En un punto, la falta de verosimilitud de algunas interpretaciones, y la falta de control de la expresividad, constituyen la naturaleza misma de las películas, no solo un problema a corregir. Hay diálogos que solo son posibles en esas voces que a veces parecen decirlos mal. “Si me vas a coger cogeme bien, y si me vas a matar matame”, dice Molina, excelentemente. “Saben bien dónde frecuento”, dice su (no) discípulo, menos bien, con esa gramática curiosa que abunda en Campusano.
Objetar la calidad de los actores es rechazar el cine de Campusano. De cualquier modo, no todos tienen la misma fotogenia, y sin las curiosas estrellas que se van formando a medida que pasan las películas, los demás no aguantarían. El actor de El Perro Molina (Daniel Quaranta) es notable; después del Vikingo es el protagonista más poderoso de Campusano (el tercero es Oscar Génova, el Brujo de Fango y el Raúl de Vil Romance). Pero más allá de los principales, cualquiera que aprecie estas películas sabe que buena parte de su atractivo reside en los secundarios. Mis preferidos son la lesbiana ex convicta de Fango y el increíble pibe chorro esquizofrénico de El Perro Molina. Este quinceañero sacado, instrumento de la policía, capaz de amenazar a su madre para que le devuelva el arma que guarda en su pieza, y de enloquecer al vecino retrasado paseándolo en moto por una canchita, solo puede existir en una película de Campusano.
4
Una cuestión de festivales, que viene al caso. A diferencia del Bafici, que siempre se preocupó por tener un elenco propio de cineastas, el festival de Mar del Plata resultó mucho menos programático. De ahí que cuando su grilla se puso más interesante – hace ya varios años - algunas voces dijeran: Eh, eso es muy Bafici, como si la naturaleza hubiera decidido que acá mandarían los tradicionalistas y allá los cazadores de novedades. Título posible para una novelita felizmente acabada: Los seguros y los audaces. O si no: Conservadores y petimetres. Fue en Mar del Plata, casi siempre dentro de la ya legendaria sección Contracampo (esa en la que Nicolás Sarquís combinaba obras maestras con bodrios irredimibles y Lisandro Alonso aprendía las virtudes de la extrañeza), donde se proyectaron por primera vez en Argentina películas de Sokurov, de Kiarostami, de Bartas, de Hou Hsiao-hsien, de Manoel de Oliveira y de Pedro Costa, por mencionar unos pocos directores importantes. Madre e hijo, El sabor de la cereza, Few of Us, Flores de Shangai, Viaje al principio del mundo, Ossos: en aquel tiempo, todavía en los años 90, no sabíamos bien cómo entender estas películas, venidas desde ninguna parte, reacias a los criterios provistos por el clasicismo y la modernidad.
La falta de regularidad en la programación y de textos a la altura de las circunstancias (los catálogos de Mar del Plata eran atroces) impidieron que la mención del festival empujara a la mención de algunos nombres. Una vez escuché algo similar a esto: cuando uno dice Bafici dice Llinás, Acuña, Hong; cuando uno dice Mar del Plata dice no estoy seguro pero. Personalmente no veo un demérito grave en esto; la preocupación o el orgullo por tener equipo propio me parece más bien una disputa de marketing. Ahora, si entregado al hueveo tuviera que reclamar algunos directores para Mar del Plata diría: Albert Serra y Joao Cesar Monteiro, porque para la pequeña comunidad cinéfila local las fugas en masa del Auditorium son tan propias como la rambla y el Sacoa. Según mis estadísticas, Honor de cavalleria y La pelvis de John Wayne espantaron más espectadores que ninguna otra película. Queda bien decir: estuve cuando la estampida. Monteiro, además, ganó con Las bodas de Dios el premio de la competencia internacional, algo que no debe haber sucedido en muchos lugares del mundo. Fue en 1999, gracias a un jurado de mujeres de armas tomar (Catherine Deneuve, Geraldine Chaplin, Sonia Braga), y la polémica fue tan grande que el último domingo, en vez de proyectarla para que todos pudieran verla, como se hace siempre con la película ganadora, se la dejó afuera de la grilla, seguro que por insoportable o antipopular. Pero bueno, hoy por hoy el festival de Mar del Plata sí tiene un nombre que lo identifica: Mar del Plata es el lugar de Campusano. Vil romance, Vikingo, Fantasmas de la ruta y El Perro Molina, formaron parte de la competencia internacional; Fango participó de la competencia argentina. Una centralidad de la que ningún director local ha gozado.
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Totalmente distinto es el caso de Raúl Perrone. Favula, que se presenta como la adaptación de un relato africano anónimo, es un viaje hipnótico por una idea de cine muy singular, que no es ajena al dibujo. Perrone trabaja con música (excelente) de cumbia dub, como en P3nd3j5s, y un sinnúmero de sobreimpresiones. Más que a la fábula, que remite a historias con animales e intención moralizante, el pellejo argumental de la película recuerda a los cuentos tradicionales. Propp sabría encontrar las funciones; yo creí ver una caperucita, un lobo, una bruja, un bosque (una selva), un leñador. También los énfasis son de dominio público: en el momento de mayor peligro hay una tormenta, y una vez conjurado, imágenes arcádicas. Perrone explicita además el presunto mensaje subyacente de este tipo de historias, cuando en el momento más libre de una película muy libre un cartel del viejo noticiero Sucesos argentinos anuncia: “Cuidado, niños, la calle es un peligro constante”.
Un auto en el camino, una piba que sale del agua: hay sobreimpresiones que encastran. Otras no. Perrone usa la pantalla como un tablero de dibujo; incluso el lenguaje deviene escritura. Lo que se escucha las pocas veces que los personajes hacen los gestos de hablar es un idioma inventado por el sonido, una especie de oscuro dialecto ruso venido de una copia en mal estado de la Mosfilm. Como en P3nd3j5s, las palabras pasan a formar parte del tapiz de imágenes de la película. Y como en P3nd3j5s Perrone elige la incorrección ortográfica, ya desde el título.
Los carteles de P3nd3j5s están llenos de acentos que faltan. Mira, en vez de mirá, si en vez de sí, que en vez de qué. Son errores comunes, pero no en una película. Puede que la razón provenga de otro cartel, puesto en la entrada de una pista de skate y encuadrado para que se pueda leer sin problemas: “La persona que ingrese a la pista sin abonar no se lo dejará pasar mas sin excepcion”. Perrone no reproduce en sus propios textos la agramaticalidad de la oración pero sí la ortografía insegura. Jamás pondría comillas, ni subrayaría errores. Bien puede tratarse de un modo de la empatía. El mundo que representa le merece un respeto absoluto (como a Campusano el suyo). Lo que en P3nd3j5s es irregularidad, en Favula es regla: no hay acentos ni en los créditos.
Es cierto que la imagen es subyugante, y que la música es genial, y que hay leones, y que Favula termina con un cover de “She Lost Control” a cargo de Viva Elástico. Pero el gran acierto de Perrone es el modo en que pone en escena a sus actores jóvenes. Sus pibes (sus pendejos, sus ragazzi) son bellos y misteriosos. Perrone los filma como si fueran astros. Hay más glamour en la chica de Favula que en el elenco estable de nuestro Hollywood. Lucía Ozan es más linda que Cameron Diaz. Megan Fox, no existís. Un poco aturdida por la belleza de quienes parecen no tener derecho a ella, una mujer le preguntó a Perrone luego de la proyección cómo podía ser que esos chicos pobres tuvieran cortes de pelo así. En la misma línea alguien podría haber agregado: ¿qué hace el flaco ese con una remera de Jesus and Mary Chain y no con una de Damas Gratis? ¿Y la piba, se cree Amy Winhouse, que anda con una en la que se lee Back to Black? El Trapero de Elefante banco no hubiera recibido estos reproches. Es decir, estos elogios.
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Un Alonso recargado, el Campusano de siempre y un Perrone derrochón. Nada que ver uno con otro, apasionantes los tres. Y sobre todo: generosos. En las tres películas sobran cosas, como se suele decir. Se las nota excedidas. Yo quisiera agregar: afortunadamente. Este festival tiene su moraleja.
La confianza en el valor estético del ascetismo es una superstición como cualquier otra. Bresson no es mejor que Hitchcock, los cuentos de Carver no son mejores que los de Borges. Es cierto que Kamikaze es mejor que Alma de diamante, pero la superioridad no se debe a su menor promedio de notas o a su instrumentación reducida. Hay un comisariato que sostiene la fácil virtud de la renuncia, que pide justificaciones y menta el rigor a cada paso, como si se tratara del órgano de propaganda del criticismo puritano. Las almas tristes se contentan con las formas pobres, con la unidad de estilo, con la falta de música, con la poquedad. Ante un Parmigianino sentirán el exceso como falta, ante un César Aira el derroche como valetodo, y si se ponen cubanos y desprendidos invocarán contra Cabrera Infante, contra Arenas y Lezama al señorito Carpentier, dueño de una exuberancia controlable, crítica. Me da vergüenza decir esta obviedad, pero parece enterrada en el baúl de los seriotes: Bresson es un genio pero los genios no tienen por qué ser bressonianos. En el cine contemporáneo el universo de la severidad está lleno de pelotudos que aluden al rigor porque no se les cae ni media idea. Durante las jornadas del festival, entre entusiasmos que no compartía y mezquinas refutaciones, en las películas imperfectas y dispendiosas de Alonso, Perrone y Campusano encontré un antídoto contra la comodidad a la que se ha entregado tanto cine, y que engorda, consentida, catálogos de festivales. Incluso de aquellos que, como este de Mar del Plata, resultan tan buenos y tan queribles.
* Nota del editor: Como complemento de este texto de José, se puede escuchar acá la charla que mantuvimos anoche en La otra.-radio.