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Godard: Oh, lenguaje! Ah, Dios!

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(Para empezar a hablar de la película del año)
(Seguimos hoy a las 17:00 en Patologías Culturales, FM La Tribu; y más adelante acá mismo)


por Oscar Alberto Cuervo

Primero hay que saber citar, después amar, después morir:

- quizá la única generación
que se encontró
a la vez en la mitad del siglo
y quizás del cine
es decir
que ustedes disfrutaron
de un privilegio extraordinario
y si nos atenemos a la idea
de que el cine es un asunto del siglo XX


- es un asunto del siglo XIX
que se resolvió en el siglo XX
algo que había comenzado mucho antes

- ustedes tuvieron la suerte
de llegar lo suficientemente temprano
para heredar una historia
que ya era rica
y complicada
y agitada
la suerte de haber tenido bastante tiempo
para ver muchos films
como cinéfilos y como críticos
y formarse un criterio personal
de lo que era importante
o menos importante
en esa historia


- y tener un hilo conductor
aun si hay lagunas
se sabe que Griffith
viene antes de Rosellini
Renoir antes de Visconti

- y el momento preciso
de vuestra aparición
en una historia que ya se podía narrar
que aún se podía narrar


- pero nunca narrada
que había sido contada
se puede decir
pero nunca narrada.

Une vague nouvelle, Histoire(s) du cinema (1998) Ver más allá.


Las partes que aparecen en negrita son de Serge Daney y las que no, de Godard. Es una conversación entre dos capos que Godard incluye en el capítulo citado de las Histoire(s). Ahí resplandece el viejo litigio entre historia y singularidad, que está en el centro de eso que problemáticamente se llama cine moderno. Si hay cineasta que se dejó atravesar por esa tensión (mi historia y la Historia), ese es precisamente él. Tensión que no puede ser confundida con dilemas mal planteados: entre lo público y lo privado, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo personal y lo político, falsos dilemas, porque no se trata nunca de disyunciones exclusivas: no hay privado sin público, no hay objetivo sin subjetivo, no hay político sin personal. La tensión entre historia y singularidad hace campamento en el suelo de la filosofía occidental desde que ella descubre que está atravesada por aquella, cuando la filosofía se mete con la historia y la historia se mete en la filosofía. Hasta Kant, el tiempo es la aritmética de la naturaleza. Solo con el Idealismo Absoluto aparece la Historia. La Historia nace marcada a fuego por el Absolutismo de la Idea: fuera de ella queda un resto inasimilable: la singularidad. Si la historia se escribe en la conciencia, eso quiere decir que hay otra historia: la de la experiencia personal, ligada indefectiblemente no tanto al año de nacimiento (que se vincula como mera superstición aritmética a la idea de las Generaciones) sino al momento intransferible de la muerte.


Creo que Adiós al lenguaje habla de la muerte propia.

Y para hacerlo, el cineasta que se puso sobre el hombro ese asunto del siglo xix que se resolvió en el siglo xx llega al xxi, no como el miembro de una generación cuyo rostro de arena ya fue borrado por el viento (¿qué podemos encontrar hoy de generacional en Godard, Rohmer, Chabrol, Truffaut, Rivette, más que curiosidades de conversación?). Godard ya no tiene generación, se quedó por fin solo, de soledad extrema, único como ha sido, en presente perfecto.

Entonces su preocupación del siglo xix que se resolvió como pudo (y no pudo) en el xx, aflora en el xxi como novedad inaudita. Quiero decir: Godard no está solo como esos viejos gruñones que mascullan incongruencias, como postula cierta crítica juvenilista y reaccionaria tan bien encarnada por Javier Porta Fouz en el diario de los Mitre (otro asunto del siglo xix). La soledad de Godard es la del hombre que en lo cotidiano se deja acompañar por su muerte propia de un modo radical (no en el sentido de Ernesto Sanz, Dios nos libre). Godard ha asimilado la memoria de su generación extinta, la mochila de la muerte del cine, duelo que le llevó toda una formidable década (los 90 de las Histoire(s)). El comunismo resultó complicado y ya ajustó cuentas con eso en Film Socialismo: un largometraje digital que ya no tiene de film más que las huellas de los films del pasado. 

La clave de Adiós al lenguaje es que cuando finalmente ha hecho todos los duelos y cantado las elegías y ajustado las cuentas, Godard está ligero, lejos de lo lúgubre y de los tambores fúnebres. No tiene que volver a explicar lo que ya sabemos sobre lo jodidamente jodido que fue el siglo en medio del cual nació: la televisión está ahí prendida (desde el año 1933), en ese cuarto en el que la pareja no termina de saldar su encierro. Pero Godard los deja boludear y cagar mientras él, que se siente mortal, se engancha en la mirada del perro. Esta es una novedad absoluta en su ya extensa filmografía, portadora de una nueva productividad para su cine.

Godard ha descubierto en la visión estereoscópica una nueva ocasión para desarreglar no ya todo el cine sino la percepción misma del espectador. El 3D no sirvió hasta ahora prácticamente para nada, más que para encarecer las entradas de las mismas películas (la misma película, que cambia de título en los trailers que las cadenas de cine nos obligan a ver una y otra vez). Y Jean Luc nos muestra lo que se podría poetizar si se reinventa eso que se dio en llamar cine, y que murió y fue convenientemente velado. Lo que no hay que olvidar es que el cine, mientras duró, se sostuvo sobre una deficiencia perceptiva del animal humano. Deficiencia que hacía mover lo inmóvil a 24 cuadros por segundo. Ahora, con el 3D, Godard nos muestra como descalabrar la mirada, tan atravesada por el lenguaje que ya no es capaz de abrirse al mundo.

Oh, lenguaje. Ah, Dios.

En la reformulación del título que Godard juega a desarmar y volver a armar hay una clave: esta película es concebida en la proximidad de la muerte propia, pero no hay nada de testamento acá: no hay discursos fúnebres ni clausuras de un trayecto vital. Si Godard es capaz de portar la Historia, ese asunto del siglo xviii que no se resolvió en el xix, sino que verdaderamente se empezó a arruinar, no es para dejarnos un epitafio, sino para empezar a mirar el siglo xxi, como quizás ningún otro cineasta lo pudo mirar hasta ahora. 

Por eso la película termina con el aullido del bebé y el llanto del lobo, porque se trata de un comienzo y no de un fin. La mirada del perro: ese es el principio organizador de esto que para un espectador abotagado parece un disparate. Cuando dos se miran cara a cara entonces ya se hace difícil quedarse solo, se dice en el preciso momento en que el perro nos mira. Ahí hay una posibilidad de volver a ver, una vez que tanto lenguaje nos ha cegado. En el encuentro con la mirada del perro, en el que ya no puedo estar solo, me hago uno con ese otro. 

Hay dos problemas uno pequeño y uno grande.

Cómo meter la produndidad en la planicie; ese es el problema pequeño. Un problema de la historia del arte occidental que el siglo xxi tiene aún pendiente. Un problema pequeño.

Y un problema grande: el otro mundo.

Oh, Dios, creo que voy a tener que seguir escribiendo sobre esta película. 

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