por Matías Soich
El sábado salí a bailar con amigxs, cerca de casa. Regresé caminando a eso de las 7 de la mañana. En Perú al 300 un chico me llama: “Capo, podés llamar a la ambulancia que mi mujer está mal?” Miro. En la vereda de enfrente hay una pareja muy joven (18 años), la chica está sentada en la entrada de un edificio con la cabeza entre las piernas y no se mueve. Él está obviamente angustiado. Me dice: “ella es anémica y no se puede mover”. Llamo al número que me dice, pero no me puedo comunicar. Finalmente llamo al 911, me atienden, explico la situación, me dicen que ya mandan un móvil. Mientras esperamos, le pregunto cómo se llaman. Él es Rodrigo y ella Melanie, viven en Lugano. A los 5 minutos más o menos llega un patrullero.
Hasta aquí, todo tranquilo. Pero qué pasa: pasa que Rodrigo y Melanie son morochos y pobres. Entonces, el señor policía, en lugar de llamar a la ambulancia de una, les toma los datos a los dos (nombre, apellido, domicilio, DNI) con una combinación de parsimonia e impaciencia que me enerva. Como Melanie no tiene su documento con ella, le hace decir los números desde el suelo. En un momento pasa otro patrullero, el policía charla con el otro, hacen una broma como si no pasara nada. Quiero decirles algo, pero me siento intimidado y eso me da bronca. También mientras esto está pasando, pasa por la vereda un vendedor de diarios muy solidario que para lo único que para es para hablarle mal de los chicos al policía. Finalmente el policía llama y nos dice que pronto vendrá el SAME, que seguramente sólo tengan que ponerle suero porque tomó mucho. Se va. Le digo: gracias. Rodrigo le dice con un velo de ironía: disculpá, eh. Y cuando el patrullero se aleja, entre dientes, más para sí que para que yo lo escuche, dice: andá, andá a agarrar a los míos.
Rodrigo me dice que me vaya si quiero, le digo que me quedo a esperar a la ambulancia. Por dentro pienso: si hay alguien más presente quizás los traten mejor. En el ínterin se acerca un mozo que trabaja en el restaurante de enfrente y nos dice que él también ya llamó al SAME.
En menos de cinco minutos llega la ambulancia. Bajan un médico y una médica. Lo primero que dice la médica mientras se acerca es algo como: Acá están los efectos del alcohol. Le dice a la chica: Qué te pasa mi amor, pero no se lo dice con cariño. Melanie balbucea. Rodrigo dice que él la fue a buscar a bailar y la encontró así, que tomó algo pero no sabe qué. La médica, sin acercarse, sin mirarle le cara a ver cómo está, anota cosas y empieza a culpabilizarlos. Que no puede ser que no sepan qué tomó. Él dice, tomó algo con pastillas. La médica le dice: cómo podés dejar que tome así, claro, después nunca saben nada… Yo estoy parado al lado y me saco. La interrumpo y le digo: me parece que en vez de juzgarla lo primero que tenés que hacer es ayudarla. La médica me dice: vos no sos nada de ellos, así que no podés opinar. Le digo: puedo opinar perfectamente como ciudadano y además fui yo quien los llamó para que la ayuden. Se ofusca. Sacan la camilla y la suben. En medio de todo esto, llega una mujer que vive en el edificio donde estaban sentados Melanie y Rodrigo. Mira lo que está pasando y se mete, habla medio para nosotros y medio para la pareja, también, condenándolos de antemano, porque claro, además de estar así, encima se la buscan. La corto en seco. No le gusta nada. La médica, mientras mete la camilla con Melanie en la ambulancia, me dice que soy un nene de mamá que no entiendo nada. Rodrigo me agradece, le doy un abrazo fuerte. Cuando la ambulancia se va, me quedo discutiendo con la vecina, me dice que ella sabe de eso porque trabaja en no sé qué cosa de drogas. Le digo que todo bien, pero que no podés saber qué le pasa exactamente, qué tomó o no tomó alguien sólo por verlo sentado, y que lo primero que hay que hacer con alguien que está mal es ayudarlo, no juzgarlo a ver si tiene la culpa.
Cuando me estoy yendo, el mozo, que estaba parado enfrente, me hace una seña para que me acerque. Me pregunta si siempre soy de ayudar a la gente. Le digo que trato, pero que muchas veces me da miedo o tengo prejuicios que me avergüenzan. Se llama Gustavo, me cuenta que vive en Polvorines, tiene 6 hijos y además alberga en su casa a 3 chicos más que estaban en la calle con adicciones. Me cuenta que en algún momento estudió para cura, que trabajó en villas y sigue trabajando en lo que puede con jóvenes que tienen problemas con la droga. Hablamos sobre lo que acaba de pasar, me dice que conoce estas situaciones y que la gente lo primero que necesita es ayuda, amor, afecto, contención. No una cagada a pedos. Le digo: los tratan así porque son pobres, si hubiera sido yo en la calle no me habrían tratado del mismo modo. Charlamos un buen rato, finalmente nos pasamos los teléfonos para seguir en contacto.
Camino las cuadras que me quedan, obviamente, sin poder desconectarme. Me cuesta creer que la primera reacción de alguien que trabaja justamente de ayudar a los demás sea menospreciarlos. Constatar por enésima vez cómo la pobreza viene condenada de antemano. Y me da bronca. Por suerte también hay gente como Gustavo.
Ilustración: Edward Hooper