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Los enfermitos

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Más sobre el último Cronenberg


por Oscar Cuervo

El cine y el psicoanálisis son dos inventos de la misma época, los dos nacen a fines del siglo xix y se consolidan en la primera década del xx. Son consecuencias de un mismo ambiente cultural: la Europa positivista de moral victoriana que acaba de redondear la idea del orden racional y de un progreso indefinido, con gran confianza en el poder de la ciencia y de la técnica para iluminar la realidad y hacer confortable la vida. Cine y psicoanálisis nacen ambos con la misma intención progresista y en seguida obtienen a cambio una reputación dudosa: hijos bastardos de la revolución industrial, uno como espectáculo de barracas, el otro como método de cura heterodoxa de ciertas perturbaciones psicofísicas (la histeria femenina cotizaba al tope del ranking freudiano), a ambos les costará bastante ser aceptados por la academia, a la vez que lograrán una penetración cultural masiva. El siglo xx terminó siendo, contra las resistencias que encontraron, el siglo del cine y del psicoanálisis. Fue también el siglo en que los sueños de la razón engendraron los peores monstruos. Nacidos de una idea optimista de la existencia, muy pronto cine y psicoanálisis fueron instrumentos aptos para explorar el lado oscuro de la vida. Hijos del iluminismo, ambos se hicieron en seguida amigos de las tinieblas. La máquina de captar el movimiento de los cuerpos físicos rápidamente acaba solidarizándose con fantasmagorías, espectros y almas en pena. La ciencia natural que, como continuación de la biología, se proponía vencer los desórdenes afectivos mediante la cura con palabras, terminaría aceptando el inevitable malestar en la cultura. Un método peligroso, la última película de David Cronenberg, experto diseñador de pesadillas vueltas reales, cuenta su versión del nacimiento del psicoanálisis.

Cronemberg viene desarrollando desde hace varias décadas una obra especializada en los vínculos tortuosos que se establecen entre las tecnologías del cuerpo y de la psique. Deformidades corporales, experimentos fallidos, extensiones ortopédicas, mutaciones monstruosas, desmesuras maquínicas y carnes laceradas habitan su universo. Lo interesante es que Cronenberg se ganó una notoriedad de cineasta gore, apreciado tanto por los fans del cine de género como por los del cine de autor. El género gore propiamente dicho aparece sobre todo en la primera etapa de su carrera (desde fines de los 70 hasta entrados los 90), pero en los últimos años ha ido buscando desmarcarse de la rigidez de los géneros ultracodificados para probar fórmulas más inciertas. Yo creo que su estatura como autor cinematográfico fue creciendo a medida que desorientaba a sus fans de la primera hora con películas menos reductibles a un presunto estilo “cronemberguiano”. Por eso, su filmografía es un caso testigo para poner en jaque las versiones simplificadas del autorismo (tanto las de los partidarios como las de los detractores de esta categoría).

Es en este marco que Un método peligroso puede valorarse como una de las mejores películas de su carrera, un film diurno, suavemente inquietante, sobre la lucha entre el espíritu científico y el reino de lo inconciente, en el que Cronenberg ensaya una variante del melodrama victoriano tamizada por una fina ironía. Las deformidades físicas, el sadomasoquismo, la crisis histérica de las represiones sexuales y la crisis histórica de las tecnologías se hallan presentes como en toda su obra, pero son solo el material con el que se teje una trama amorosa. Porque Un método peligroso es una inesperada historia de amores y de odios entre personas que integran el núcleo fundacional del movimiento psicoanalítico: el maestro Sigmund Freud, su discípulo Carl Jung, su paciente histérica y prespicaz, la rusa Sabina Naftulovna Spielrein y el psiquiatra cocainómano Otto Gross. Todo ocurre en una época en la que las fronteras entre médicos y pacientes son bastante permeables y una paciente avispada puede contribuir al desarrollo de la teoría en ciernes o intepretar un fallido del mismísimo Freud; también es un momento en el que la autoridad de la palabra freudiana necesita consolidarse a partir de sus propios manejos neuróticos. Los personajes son muy inteligentes y conversadores, por lo que la película resulta profusamente hablada. Pero la función narrativa de las conversaciones opera de una manera soterrada: las oscuras pulsiones de los personajes avanzan mientras ellos conversan, a pesar de su perspicacia.

La cara angulosa y desencajada de Sabina (Keira Knightley) es lo más parecido que encontramos en este film a las atrocidades corporales del Cronenberg anterior. Freud (un estupendo Viggo Mortensen) se revela como un manipulador casi perfecto, casi, porque la tortuga se le escapa de vez en cuando, pero nunca pierde de vista la brasa ardiente de lo real; Jung (Michael Fassbender) es un pollerudo vergonzante, cuya mejor y peor faceta es la de estar incurablemente enamorado. Otto Gross es un zarpado groso, que elige vivir del lado salvaje de la vida (o no le queda más remedio). Todos son bastante enfermitos, pero Cronenberg los deja habitar en sus vestiduras envaradas, mientras platican sobre el ano y el falo.

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