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Lo inquietante

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¿Qué es saber?

Esta sencilla pregunta atraviesa miles de años. 

Es una pregunta de una sencillez extrema y a pesar de eso, o más bien no a pesar sino precisamente por eso mismo, es una pregunta desconcertante. Es una pregunta breve, que usa palabras de nuestro lenguaje cotidiano (qué... es... saber...), nada abstruso ni extravagante. Y se caracteriza porque en un simple impulso va al fondo de la cuestión, como en la experiencia de saltar hacia el fondo de un pozo. No preguntamos por algo lejano y extraordinario, como lo haríamos si preguntáramos si hay vida en una galaxia lejana. No preguntamos por algo cuya comprensión requiere destrezas y competencias especiales, como lo haríamos si preguntáramos por la fórmula de la relatividad en la física contemporánea. Tan sencilla es nuestra pregunta que nos desconcierta: ¿no podría liquidarse mediante el simple expediente de buscar el significado de la palabra “saber” en un diccionario? ¿Es posible quedar suspendidos en una pregunta así durante mucho tiempo y no apresurarnos a buscar las numerosas respuestas que seguramente ya tiene? No, dado que no preguntamos simplemente por el uso de la palabra tal como lo entiende un diccionario ni buscamos las respuestas que anteriormente se dieron, incluso aquellas que gozan de mayor consenso. 

Pretendemos que esta pregunta nos toque en nuestros propios fundamentos, hasta que sea capaz de conmoverlos. Porque no se trata de una pregunta teórica, sino de ese fondo difuso de ideas no del todo pensadas sobre las que cotidianamente nos apoyamos para tomar decisiones. Justamente, cuando cada día actuamos en nuestra vida, cuando tomamos decisiones, sean sencillas o difíciles, emprender un viaje, buscar un trabajo, mandar un mensaje a alguien, siempre contamos con que disponemos de un saber, suponemos que sabemos algo. Creemos poder diferenciar la verdad del error o del engaño, nos parece que tenemos en claro qué cosas sabemos bien y cuáles ignoramos. Pero estas creencias y suposiciones pueden llegar a caerse cuando nos ponemos a pensar en ellas: ¿qué es lo que realmente sé? ¿cómo me doy cuenta de que sé algo, en lugar de simplemente creerlo? ¿cuál es la diferencia entre saber y creer? ¿puedo estar engañándome acerca de cosas de las que creía estar seguro? ¿acaso no ha sucedido antes que estaba seguro de algo para después darme cuenta de que lo ignoraba? ¿tengo que recurrir a los otros para que reafirmen mi saber, o los otros pueden ser también fuentes de error para mí? ¿tendré que apelar a una especie de certeza interior, o puedo equivocarme incluso cuando tengo la sensación de estar totalmente seguro de algo?

Cuando sin darnos cuenta nos fuimos deslizando hacia otras preguntas vinculadas a ella, la sencillez inicial de la pregunta da lugar al desconcierto. Una pregunta puede llevarnos, antes que a una respuesta inmediata, a abrir otras preguntas. No es esta una posición cómoda: por el contrario, en la velocidad de la vida actual, facilitada por la tecnología que nos hace todo más rápido y más sencillo (o al menos eso es lo que nos gusta pensar), nos molesta perder el tiempo pensando, cuando preferimos creer que ya hay respuestas para todo.“No me traigas problemas, quiero soluciones” es un refrán que suele repetirse con frecuencia en las labores cotidianas. Como estamos convencidos sin haberlo pensado demasiado de que el tiempo es oro, o incluso más explícitamente de que el tiempo es dinero, a las preguntas preferimos concederles apenas la función de ser un puente para llegar pronto a la orilla de una respuesta. La vida apurada no ve con buenos ojos demorarnos en una pregunta ni darle un valor por sí misma. “Son las respuestas las que valen–nos decimos-, las preguntas no tienen demasiado valor”. Incluso nuestra experiencia en las escuelas y universidades nos lleva a habituarnos a que lo valioso no son las preguntas y que el centro de gravedad de nuestro pensamiento debería reposar en las respuestas. Si la pregunta insiste y no logramos responderla lo más rápido posible, podemos llegar a angustiarnos, como pasa en las noche de insomnio, o de fastidiarnos, como cuando conversamos con un niño que atraviesa la “edad de las preguntas” y no se contenta con ninguna respuesta que le demos.

Las preguntas no gozan de prestigio en un mundo regido por la eficacia de la técnica. Más aún si se trata de preguntar por algo tan sencillo y fácil como el saber: ¿qué es saber? Pero esa sencillez, lo vimos, puede escurrírsenos de las manos como si intentáramos atrapar un puñado de agua. En cuanto a la facilidad, suele ser engañosa. Quizás las preguntas más sencillas sean las más difíciles –como las de las noches de insomnio o las de la edad de los porqués-, no por referirse a asuntos extraordinarios, sino por ir a fondo, en un solo impulso, hacia las cuestiones ordinarias. Las cosas de todos los días, las que más familiares nos resultan: el tiempo que nos lleva hacer algo, la verdad que sustenta a una afirmación, la justicia de un acto, la belleza de una canción o de una persona, la valentía que necesitamos para enfrentar un problema, el trabajo que nos requiere lograr algo, el saber que ciertos deseos nos resultan imposibles de cumplir. En suma, las cosas comunes en que consiste la existencia cotidiana. Justamente, como vivimos en un entramado de ocupaciones diarias que a cada momento requieren ser resueltas, es raro que nos detengamos a preguntarnos por las cosas ordinarias. Pero, ¿qué es el tiempo?, ¿qué es la verdad?, ¿qué es la justicia?, ¿qué es la belleza?, ¿qué es propiamente trabajar? ¿qué es saber?

Esta manera de preguntar es propia de la filosofía, una actitud de pensamiento, una forma de acción humana que nació hace más de 2500 años, en un lugar muy preciso del mundo, en Grecia, en la antigua Atenas, en circunstancias históricas determinadas que propiciaron que los ciudadanos se detuvieran a debatir sobre los problemas compartidos. Desde el principio, eso que llamamos filosofía se consagró a preguntar no tanto por lo extraordinario sino por lo ordinario; no especialmente por lo lejano, sino por lo más cercano; no por los asuntos de los especialistas, sino por las cosas comunes a todos. Pero el carácter peculiar de la filosofía consiste en tratar a las cosas de todos los días como si posáramos la vista en ellas por primera vez. Porque sucede que creemos saber muy bien, por ejemplo, de qué se trata la justicia, hasta que nos detenemos a pensar en ella y entonces descubrimos que necesitamos tener una noción de lo justo, dado que preferimos no cometer injusticias ni ser víctimas de ellas, pero también nos damos cuenta de que el límite que separa a los actos justos de los injustos es problemático y evasivo. Por eso, preguntarse “¿qué es la justicia?”, no es algo que nos propongamos hacer, sino un problema que nos asalta, muchas veces a pesar de nuestra voluntad. Y aunque a lo largo de 2500 años abundaron las respuestas a preguntas de esta índole, a pesar de que se escribieron innumerables tratados acerca, por ejemplo, de la justicia, podemos constatar que cuando una pregunta así nos asalta es como si la pensáramos por primera vez, ya que no nos basta con enterarnos de lo que otros dijeron al respecto, porque hay algo en la pregunta que nos atrae a quedarnos un poco más en ella, sin aceptar de antemano las respuestas disponibles. A veces sucede que una pregunta nos retiene y nos reclama demorarnos en ella, incluso más allá de nuestra voluntad. Es una experiencia del orden del deseo. Deseamos demorarnos en un pensamiento antes que darlo por resuelto. Esta experiencia de sentirse atravesado por el deseo de un saber que se nos escapa es lo distintivo de la filosofía.

La estructura misma de la palabra "filosofía" puede darnos pistas reveladoras al respecto. En realidad, el sustantivo “filosofía” parece haber sido usado después que el adjetivo “filósofo”. Contra el modo habitual con que se usa en la vida cotidiana, la palabra “filósofo” no refería en sus orígenes a alguien que es capaz de hablar de cualquier cosa o que tiene respuestas para todo. Por el contrario el “philo-sophós” se define como alguien distinto del “sophós” “Sophós” es una palabra que los griegos de la antigüedad usaban para referirse al sabio, al que sabe muy bien algo (o se supone que lo sabe). “Sophós” es el que dispone de la “sophía”, la sabiduría, el saber. En cambio, la etimología de “philo-sophós” dice algo más. “Philos” significa amigo, así como “philía” designa a una forma muy precisa del amor, que es la amistad. Por tanto, el “philosophós” no es el sabio sino el amigo del saber; esto significa: no el que sabe, sino aquel que siente un impulso hacia el saber, un amor por el saber, una amistad hacia el saber; en definitiva: un deseo de saber. 

Pero se desea o se siente un impulso hacia algo que no se posee. El filósofo, por ende, es aquel que, admitiendo no saber, experimenta un impulso por saber. Por eso, es filósofo quien se pone en una situación distinta del sabio, pero también distinta del ignorante. Porque tanto el sabio como el ignorante pueden reposar en su condición: uno ya sabe y no necesita saber; el otro no sabe ni le preocupa saber. Filósofo es aquel que advierte que le falta saber pero se ve impulsado en la busca de aquello que le falta. No se trata de una profesión, ni de una facultad humana, ni de una condición permanente: podríamos decir que, según la noción griega y ateniense de la filosofía, alguien puede filosofar en la medida en que necesita saber algo que admite no saber. En este sentido, la filosofía, a diferencia del saber y la ignorancia, es una actitud o un movimiento de la existencia humana que combina de una manera especial el saber y la ignorancia. Sé que hay algo que ignoro, pero lo quisiera saber. Eso que me falta, el saber algo, ejerce una atracción sobre mí, de manera que la pregunta insiste, por más que por momentos preferiría abandonarla. 

Las preguntas filosóficas suelen tener esa estructura sencilla. Como ya dijimos: “¿qué es… tal cosa?” (por ejemplo, el tiempo, la verdad, la justicia, la valentía, el saber, etc). Pero su sencillez nos atrae hacia una experiencia abismal, porque nos enfrenta a esos fundamentos sobre los que nuestra vida reposa cuando no pensamos. Cuando pensamos filosóficamente, sentimos que el piso se nos mueve. La actitud propia del preguntar filosófico difiere de otras formas de preguntar que practicamos cotidianamente: cuando queremos saber cómo hacer algo, cómo obtener un cierto resultado, por ejemplo, cómo construir un edificio, cómo preparar una comida o cómo resolver el problema de la inflación, se trata de preguntas técnicas, preguntan ¿cómo? En cambio, la filosofía no pregunta técnicamente por el ¿cómo?, sino que su forma más clasica inquiere: ¿qué es…? Las preguntas filosóficas propician un tránsito hacia un bien, un saber o un valor del que no disponemos. Advertir que hay algo que falta en nuestro pensamiento y sentir que necesitamos eso que nos falta, que eso que no tenemos nos llama desde una distancia atractiva, sin que podamos resistirnos, sin poder olvidarlo: eso es lo propiamente inquietante.

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