Hubo toda una literatura de análisis políticos que fue creciendo en los últimos tres años del gobierno kirchnerista a la sombra del que se hacía cada vez más evidente y crítico problema de la sucesión de Cristina y su sinuoso y sobreinterpretado silencio. Este género literario fue ascendiendo desde abajo, desde blogs desencantados prematuramente por la experiencia kirchnerista. De a poco fue tejiendo otro relato que tenía una ventaja relativa, la de la proyección imaginaria que se escribe en modo potencial.
A medida que pasaban los años y las inconsistencias no resueltas (el cuello de botella de la restricción externa para sostener el crecimiento de los primeros años, la precariedad laboral del tercio trabajador no formal, el caracter deficitario del semidesarrollo industrial, la insuficiencia de la producción energética para sostener el ritmo creciente de la demanda, la falta de una política sindical para suplir el agujero que dejó la ruptura con Moyano, un apego dogmático injustificado a instrumentos fallidos -Indec, cepo-, la falta de cuadros técnicos en las segundas y terceras líneas de la administración y la baja calidad que la dirigencia argentina en su conjunto -no solo la política, sino notoriamente la sindical y la judicial- viene arrastrando desde hace décadas) Cristina implementó una pedagogía popular de las virtudes estratégicas y tangibles sobre las que se asentaba "el modelo": un desempleo históricamente bajo, los salarios más altos de la región, la inclusión de sectores cada vez más amplios del pueblo a la actividad económica, el desendeudamiento externo que permitió conquistar un grado de autonomía inédito respecto de las turbulencias económicas globales, la integración regional, la red de contención social de los sectores menos beneficiados, el crecimiento del consumo, el avance notable en política de derechos humanos, la libertad de expresión nunca antes conocida. Pedagogía ejercida a través de las monológicas cadenas oficiales que saturaron por su abuso y por la falta de proyección hacia un horizonte deseable, lo que fue cristalizando el discurso k en una enumeración de logros que se cerraba sobre sí misma y expulsaba a sus interlocutores.
Opacidad acerca del interrogante de la sucesión y falta de una apertura hacia nuevas metas provocaron la fatiga de los recursos políticos que en el primer período habían mostrado su éxito. El kirchnerismo se durmió en sus laureles, legítimos avances que la población dejó de valorizar en la medida en que los consideró conquistas irreversibles. "Irreversibe" fue un término usado por el propio kirchnerismo para convencer de que los logros no podrían perderse gobernara quien gobernase. En eso, tuvo éxito y convenció al electorado de que cuando Cristina dejara el poder lo único que podía cambiar era la disminución de las cadenas nacionales y el levantamiento de 678.
Con esas carencias tan fáciles de describir desde un blog como este pero muy difíciles de sortear en una sociedad tradicionalmente contenciosa, lo que ayer era amor se fue volviendo otro sentimiento. A pesar de eso, el kirchnerismo gobernó durante el periodo más largo desde el surgimiento del peronismo, con índices de aprobación popular altos hasta la última semana. Quizás su éxito más notable sea el haber demostrado en la práctica la eficacia de una fórmula de gobernabilidad que resistió las maniobras tradicionales de las clases dominantes para liquidar la estabilidad de los gobiernos democráticos. Néstor y Cristina demostraron que el país se puede gobernar durante períodos largos y completos, contra las presiones del establishment, aunque obviamente se lo podría haber hecho mejor.
Volvemos al principio. Se lo podría haber hecho mejor. Eso provocó una fatiga evidente y un reclamo de una apertura hacia el futuro que el kirchnerismo no acertó nunca a formular. De ahí, el desencanto. Y la expectativa por un postkirchnerismo. Mediante una especulación meramente cronológica se postuló la existencia de una generación intermedia que habría estado observando las deficiencias del modelo e ideando un puente hacia el futuro. El desencanto postuló un encanto presunto de los que por sola biología venían después. Se imaginó que poseían otro estilo discursivo, pragmatismo para encarar los problemas estructurales, un fondo común de peronismo remozado y despojado de las tensiones políticas que desgarraron a la generación anterior, formateada en el abismo de la dictadura. Una generación intermedia fogueada en democracia, desprejuiciada, canchera, liviana, centrista, moderada, dialoguista, irónica. Se leyó esta construcción imaginaria primero en blogs desencantados; luego los columnistas de La Nación y Clarín la fueron adoptando como germen del neorrelato oficial. ¿Qué figura podría llenar ese boceto? A falta de un ejemplo convincente entre los políticos realmente existentes, se puso a Tinelli como ícono de ese desplazamiento generacional. Eso debería haber hecho ruido. Porque gobernar un país pendenciero no es conducir el Bailando. Pero poner a Tinelli ahí le daba a la hipótesis un matiz contemporáneo. La cultura del siglo xxi será pop. Basta de épica.
Se puede reconocer en esta construcción discursiva (porque la generación intermedia casi no tiene discurso, pero la política siempre necesita, aunque sea en un plano soterrado, justificaciones) la vuelta del fin de la historia que en los 80 sentenció Fukuyama. Es decir, la teoría de la generación intermedia no es nueva, sino neo-nueva, o sea, retro-ochentista. La generación intermedia sería posthistórica, lo que en Argentina quiere decir post-peronista. Este "post" debe incluir al menemismo. Ser post-peronista, en esta acepción, es que todo te chupe un huevo. De Perón, la generación intermedia habría aprendido a decir cualquier cosa o, en lo posible, nada. Evidentemente una licuación de lo que el peronismo fue en la historia del siglo xx. Pero los "post" son así de líquidos.
Finalmente Cristina dejó la presidencia. Aunque sus herederos (me refiero a los que ahora están en el gobierno) la necesitan. Los medios oficialistas siguen haciendo la oposición del gobierno anterior. En 60 días de gobierno la generación intermedia tuvo tiempo suficiente para mostrar todo su juego. Tinelli no gobierna. Gobierna Macri, con sus laderos transversales: Massa y Urtubey, que le facilitan gobernabilidad en la jungla bonaerense y en el Congreso, respectivamente. Ya no se trata del diseño de ensayistas imaginativos. Lo primero que se ve de esta generación es que no intermedia nada. Su estrategia es la restauración del orden conservador del país normal del siglo xix, la república mitrista pero con televisores y celulares. La novedad que aporta la generación intermedia es que los enunciados ideológicos se suplen con fotos. Antonia, Juliana, Balcarce, los fondos arbolados, los bailecitos torpes y simpáticos.
El resto no es novedoso. Son alumnos desventajados de Menem: taimados, subestiman a su electorado, apuestan a un olvido instantáneo de lo dicho hace un rato. En contraste con la profusa pedagogía cristinista, disponen de una sintaxis y una semántica atomistas, a veces unimembres: "los jujeños saben hacer cosas", "unir a los argentinos", "atacar las fronteras", "el flagelo del narcotráfico", "quiero que seas feliz". No es que sean tontos: son tahures. Postulan a un consumidor primario (la categoría "pueblo" forma parte del discurso obsoleto), distraído, con un umbral de atención muy breve. Ver a Antonia de la mano de papá los va a hacer olvidar de la carestía. Una foto de Urtubey, Macri y Massa se leerá como "diálogo político". En realidad no tienen nada que dialogar porque están básicamente de acuerdo. Para qué discutir, esa cosa del siglo anterior.
En concreto, la generación intermedia vino a bajar el salario, sacar las retenciones, aumentar el desempleo, darle permiso a la cana a disparar ante la duda, traicionar los mandatos electorales, mentir con descaro, volver al endeudamiento masivo, derogar leyes por decreto, perdonar a los genocidas, negar el genocidio, tranquilizar a los responsables civiles de la dictadura, negociar prebendas con el viejo sindicalismo corrupto a cambio de que resignen reclamos salariales, convencer a sus electores de que la política es cosa de otros y la economía se maneja sola.
No son moderados. Son escuetos en los dichos, serviles del poder fáctico, hedonistas, mentirosos, insensibles con el sufrimiento ajeno, drásticos para reprimir y cínicos para consentir.
La hipótesis de la generación intermedia no se estaría cumpliendo.