Hay un momento en que los hombres descansan, lejos, al otro lado del mundo, donde el sol se pone y las cigarras dan lugar a los grillos. Las mamás arropan a sus hijos, algún mate lavado, un café tibio y las voces incontables que retumban gritando los recuerdos del día que se fue. Justo en ese momento es que Beijing despierta.
Antes de que los primeros rayos del sol más amarillo alcancen las calles que aún bostezan, un hombre pasea a su pájaro por el parque. El ave no canta ni vuela, no sabe qué sabe, ni vive lo que vive sin querer vivirlo. Pero el señor, con sus 76 años, silba y se mueve adiestrando su cuerpo siempre joven en las artes del Tai chi chuan. El pájaro quisiera volar, como todos, como los hombres. El pájaro desea ser libre, como su dueño. El hombre salta, hace ejercicio. El ave, en un ataque frenético, aletea rápidamente y aún más aceleradamente se arrepiente de su arrebato de esperanza al chocar su cuerpo debilitado por el cautiverio contra el muro de alambre. El pájaro se sabe entonces pájaro y confirma que no fue creado para volar como un pájaro.
El hombre camina mirando al suelo y sueña despierto un rato, camina más lento, se detiene, el hombre sabe. El vientito sopla en el verano más caluroso que la Capital del Norte haya visto.
El pájaro no silba, porque el pájaro está muerto aunque no lo sabe, porque es un pájaro y los pájaros no tienen permitido pensar o sentir o quejarse por morir o silbar como pájaros. El hombre va al lago, mira su reflejo como por primera vez, como enamorado, como sintiéndose loco y extraño a sí mismo. Se observa detenidamente, sin pretenderlo.
El hombre se ve, sacude sus alas polvorientas deseando ver ese mundo que está fuera de su jaula, ese mundo del que hablan los pájaros.
Silencio, mudo, quieto. Hay gente que duerme en el piso de abajo.
* Publicado originalmente en el blog de Mauricio Percara.