En estos días estoy participando en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín, como jurado de la competencia internacional, junto a Luciana Calcagno y José Luis Torres Leiva. Nuestra agenda es ceñidísima, ya que tenemos que ver los 10 largos que compiten y nos queda un poco de tiempo para participar de algunas actividades especiales y solo un par de películas fuera de competencia. Hoy a la tarde vamos a juntarnos a deliberar para decidir los premios. Obviamente, no puedo anticipar por acá ninguna posición sobre las películas que tengo que expedirme.
Puedo decir, sin embargo, un par de cosas sobre el FICIC. Ubicado en el centro geográfico del país, en una ciudad chica, famosa por su festival de folclore, podría decir que este encuentro se trata de un pequeño milagro si no fuera porque soy testigo del enorme trabajo y amor de un puñado de apasionados por el cine que lo hacen posible. Cosquín es una ciudad que el resto del año no tiene salas cinematográficas. Es contagioso el entusiasmo pensante y amoroso que le pone el pueblo a estas películas, programadas por Roger Koza con la sensibilidad y la precisión que le conocemos, que lo impulsan a poner en juego algunas tesis fuertes sobre el estado del cine mundial. Ese compromiso con el estado del cine y la asunción de la parte que a cada uno le corresponde yo la percibo en cada uno de los integrantes del grupo que sostiene con sus cuerpos el festival, desde Carla Briasco hasta las chicas y muchachos que están garantizando la concreción de cada evento y la proyección de cada película. A varios de ellos los conozco como cineastas, actores, montajistas, sonidistas, músicos, camarógrafos de las películas que produce la cinefilia cordobesa. Y durante los días del festival los veo arremangados desde las 10 de la mañana hasta muy avanzada la noche, cortando entradas y discutiendo el futuro del cine, que lo sienten en sus manos.
Esa es mi percepción de forastero.
Después, me tocó en suerte el papel más odioso en este acontecimiento, que es ser uno de los jurados que tienen que decidir que esta película sí y la otra no. Ese es uno de los nudos problemáticos del dispositivo de los festivales, la idea de competencia, que se me hace ajena e incluso hostil respecto de la creación artística. Ninguna película reclama la exclusión de otra para existir y a los jurados nos toca el incómodo lugar de ejercer la función de disyuntores excluyentes. Entiendo que a una película puede servirle acumular una buena cantidad de distinciones (lo que implica ser distinguida de otras que quedan por lo tanto en un fondo difuso en la lectura de la lista de los títulos premiados, pero... ¿Habrá alguna manera de que la peligrosa idea de competencia pueda ser apartada de los festivales y mantengan su atractivo?
Creo que un festival tan amoroso e inteligente como el FICIC tiene la oportunidad de hacerse la pregunta.
Mientras tanto, para mí, el ser jurado me permitió pasar unos días hermosos viendo películas y juntándome con gente cuyo motor en la vida es una vocación, es decir: un llamado. Así que no tengo que quejarme, tengo que apechugarla y hacerme cargo del rol de villano que tiene que apartar lo que en el ámbito de la creación puede perfectamente coexistir.
PD: nuestra apretada agenda de jurados no me dio tiempo a acercarme a las sierras y las fotos que acompañan el post han sido mi casi único contacto con esta hermosa geografía