por Esther Díaz
El dispositivo vivo de una película se manifiesta a través de la intensidad variable del flujo temporal. La imagen cinematográfica existe en cada plano en tanto y en cuanto esté afectada por el paso del tiempo. La imagen por sí sola puede ser rescatada, retomada, retocada en el montaje pero, según Tarkosvski, únicamente durante el rodaje se puede captar el tiempo. La profundidad de las imágenes dependerá del manejo que se haga del flujo temporal aprehendido, amasado y mimado por el encuadre, la concepción fílmica, la cámara. El realizador se opone a quienes consideran que la película “surge” en el montaje.
Por mi parte, considero que en el montaje eso podría ocurrir con las imágenes-movimiento propias del cine denominado de acción. Pero no en el cine que hace sentir el transcurrir y que, para Tarkosvski, se elabora en el momento de filmar. Se trata del tiempo vital, el que transcurre incluso en la aparente inacción. El objeto a ser captado es el devenir. Fuego siempre cambiante en lucha consigo mismo, irreversible.
¿Entonces se trata de “calcar” el tiempo que acontece durante la filmación? De ninguna manera, además no sería posible. El cine es un arte en fuga, transcurre; y el tiempo de cada plano es construido por el director y su dispositivo. La idea cinematográfica -imaginada por el realizador- es recreada a través de elementos naturales, culturales, artísticos, técnicos, enmarcada en interiores o exteriores y fijada finalmente en el montaje que, según Tarkosvski, vehiculiza el tiempo capturado durante el rodaje. No lo produce ni lo reproduce.
Así como Hollywood se impuso históricamente desde la imagen movimiento, cierto cine reflexivo (no necesariamente lento ni teórico) y existencialmente vigoroso -fundamentalmente europeo y asiático- se constituye desde el tiempo. Tarkosvski se considera un escultor del misterio del tiempo. El devenir, ese aliado del arte que reinó desde siempre en la música, en la danza, en el teatro, pero que a partir de un giro epocal propio de la década de 1960 y con prolongaciones transformadas en la actualidad se extendió a un tipo de cine en el que la duración temporal es música inaudible, pero perceptible a través de imágenes.
Abriendo más el juego a la cuestión, podemos preguntarnos, ¿cuál es la condición de posibilidad para alcanzar esas ideas-tiempo que se plasman luego en la pantalla? A veces es bueno callar, parecen contestar los personajes de las películas de Tarkosvski. Las palabras no pueden transmitir todo. Hay que detenerse, silenciar, reflejar. Proyectarse hacia adelante y creer que todo es aún posible.
Las poesías del padre del director, Arseni Tarkosvski, que suenan en off en El espejo y en Stalker, susurran que deberíamos imaginarnos inmortales, no encerrarnos en nuestra inevitable finitud. Y así, frente a la eternidad, floreceríamos, daríamos frutos.
Y como dialogando con su padre, el realizador manifiesta en escritos y reportajes que otra disposición indispensable para la creación es la soledad, que es el más natural de los ejercicios que tenemos a mano. Pues solo en ese estado logramos cultivar momentos fecundos y, a partir de ellos, experimentar las tormentas tumultuosas y las serenidades reconfortantes que nos impulsan al desafío artístico.
Practicada por elección la soledad nos trasporta a la fertilidad creativa. Genera una fuerza en la que dialogamos con nosotros mismos y las ideas aparecen en su mayor pureza discurriendo internamente, sin intermediarios. Las tonalidades surgidas de nuestra subjetividad nos interpelan, nos incitan a la acción fecunda. No obstante, es preciso reconocer que en nuestras sociedades la soledad no tiene buena prensa. Se la asocia a la angustia, al sufrimiento, al tan desprestigiado aburrimiento. Como si se tratara de una derrota social, incluso se la teme. Dice Tarkosvski que esa aversión cultural por la soledad termina por privar a millones de personas de aprovechar y disfrutar de las bondades que solo ella provee.
El maestro ruso considera que el mejor aporte que se le podría hacer a una juventud para que sea fértil en ideas creativas sería enseñarles a cultivar la soledad. Esa que en su obra se trasmuta en pausas y silencios. Aspectos temporales que en lugar de atosigar con estímulos al espectador lo habilitan como ser pensante.
En épocas de alocadas fiestas juveniles legales o clandestinas, en épocas en que las comunidades artísticas necesitan compulsivamente reunirse y volver a reunirse sin solución de continuidad, y los creativos de cualquier cuño forman corporaciones, sectas, grupos, grupúsculos, en fin, rebaños, las palabras del realizador de Solaris suenan extrañas. Quizás por eso merecen ser reiteradas. Al referirse a los jóvenes dice que deberían aprender a estar solos y a pasar el mayor tiempo posible consigo mismo. Considera que una de las fallas entre los jóvenes es que intentan reunirse alrededor de eventos ruidosos, casi agresivos. Encuentra que ese deseo de congregarse para no sentirse solos es un síntoma desafortunado. Cada persona necesita aprender desde la infancia cómo pasar el tiempo consigo mismo. Eso no significa que deba ser un solitario sino que no debiera sentirse mal en soledad. La gente que se aburre con su propia compañía es muy vulnerable en lo que a su autoestima se refiere.
Este reclamo de soledad para la fertilidad espiritual es idéntico al del cubano Reinaldo Arenas que, desde otro continente, otro lenguaje, otra cultura y otros climas exige lo mismo para la creación estética:
Te he buscado en la noche milenaria
que devoró a Kant y a Marco Bruno,
en el mar y su furia legendaria,
en la Biblia y hasta en un son montuno.
Debo confesar que te he soñado
en la confusión de vastos urinarios,
en el callejón con su horror desamparado,
en un parque y en cien mil balnearios.
Repitiendo mil sandeces te he buscado
auscultando los cuerpos y los rostros
entre estruendo de injurias y anatemas.
Y finalmente te he encontrado:
eres la soledad ante la cual me postro
para que surja el argumento de mis poemas.