por Oscar Cuervo
El avance del amarillo sobre la imagen institucional del BAFICI es algo más que un efecto cromático chirriante. Es la señal del fin de la ilusión de que era posible sostener una isla cultural socialdemócrata en medio de una ciudad gobernada por una casta ignorante, prepotente y xenófoba. Sergio Wolf asumió hace unos años la dirección del festival bajo una administración macrista, después de la renuncia del anterior director artístico, Fernando Peña. En el número 26 de La otra, Peña explica así su paso por el BAFICI y las razones de su alejamiento:
- ...yo venía con una presión, porque Quintín había hecho un muy buen festival, le había dado un perfil distinto, un perfil, más Quintín, pero internacional, que Di Tella no tuvo tiempo de darle. Había una tradición en la que insertarse. No era que veníamos de la nada. Y para poder hacer eso vos sabés lo que necesitás. Si no te dan eso, no lo podés hacer. Tenés que estar lo suficientemente desapegado de tu cargo para poder plantear eso: “bueno, si no me das eso, entonces no lo hago, y todo somos amigos”. No se me ocurre otra forma de responderte, pero creo que es así. Podés seguir sosteniendo la ficción de que lo que estás haciendo es lo mejor que se puede hacer en estas circunstancias. Creo que en este caso es una ficción. Para mí el BAFICI involucionó tremendamente, tomando las palabras del propio Wolf, que hizo un análisis sobre mi gestión que a mí me pareció excesivamente generoso en ese momento, pero ninguna de las cosas que él elogiaba de lo que yo había hecho, de lo que nosotros habíamos hecho, porque él era también parte de eso, se mantuvieron después. Entre otras razones porque él aceptó un recorte presupuestario absurdo. Nosotros peleábamos todos los años por más presupuesto. Y él está trabajando ahora con el mismo presupuesto que nosotros hicimos aprobar para el año 2008. Y yo no entiendo qué pasa. No es solamente la política que te dice que vas a trabajar así. Sos vos que lo aceptás y no salís a pelearlo. ¿Por qué? ¿Porque no lo podés pelear, o porque te enamoraste del cargo y no querés salir de ahí? Yo creo que hay un punto en que tenés que decir: no lo puedo hacer. Podés hacer laburar a la gente el doble de lo que tiene que laburar, podés hacer mil cosas para mantener algo que culturalmente es muy positivo para la ciudad…
- Claro, pero la elasticidad no es infinita.
- No, y además va a tener un problema grave la gestión que venga, porque se va a encontrar con un festival pauperizado, que no tiene el poder adquisitivo que tenía para poder traer las películas que hay que traer, completar una programación de 350 ó 400 películas sin plata.
La pauperización del festival se evidencia al constatar que esta última edición no será recordada por ninguna retrospectiva importante, algo que quizá sea inédito en la historia del BAFICI. Ante la imposibilidad de evaluar la relevancia de una masa de 450 películas, los comentarios de los críticos coincidieron en la percepción de que hubo demasiada chatarra que infló la cantidad de títulos y deprimió su calidad. ¿Podría haberse hecho un festival con una programación menos extensa y más sólida? Podría. Un espectador entusiasta puede llegar a ver apenas un 10% de las películas programadas, pero necesita confiar en que el material seleccionado por los programadores garantice un mínimo de calidad. Cuando después de estudiar exhaustivamente la oferta de títulos se llega a ver unas 40 películas y la mitad resulta descartable, empieza a crecer la idea de que se ha apelado a paquetes de relleno para "completar una programación de 350 ó 400 películas sin plata".
El recorte presupuestario es un signo del macrismo en todas sus áreas de gestión (en cultura, educación y salud llega a ser dramático). Peña señala que Wolf se fue amoldando año tras año a esta estrechez y que el deterioro gradual de la calidad se volvería finalmente inocultable. Pero quizá la macrización del BAFICI presente indicadores más graves. La nota de Alejandro Ricagno de anteayer señaló la actitud hostil del personal de seguridad, que generó varios episodios desagradables y enrareció el clima del festival. Como remarca Ricagno, un festival de cine no consiste solo en cientos de películas, sino en un encuentro amoroso con ellas y entre cineastas y espectadores. El territorio del BAFICI 2012 pareció verse invadido por patotas de la UCEP y los trabajadores de prensa -que cumplen una función orgánica en la comunicación entre la masa de películas y el público general- fueron tratados por los guardias como si fueran usurpadores o delincuentes potenciales. El amarillo PRO avanzando sobre la comunicación institucional del BAFICI fue algo peor que un efecto cromático.
Quizá el caso testigo de la derechización del festival sea la exclusión de la película Tierra de los padres. Enterarse de esta falta al comienzo del festival sonó raro. Una vez terminado, no quedan dudas de que no hay ninguna justificación para que se prefirieran tantos films olvidables antes que la notable película de Prividera. Esta ausencia de justificaciones explica el notorio silencio de los programadores ante la repetida pregunta por la exclusión, que solo puede atribuirse a un encono personal que ellos tienen hacia el cineasta o a un repudio ideológico ante el planteo de la película. Es posible también que se trate de ambas cosas. Un crítico español, solidario con los criterios de presunta modernidad aséptica que el BAFICI intenta hacer convivir con la gestión macrista, dijo que la exclusión de Tierra de los padres se justificaba por ser ""una película abrasadoramente de izquierdas".
Hace unos años el festival eligió como película de apertura Secuestro y muerte, de Rafael Filippelli, y como película de cierre Los condenados, del español Isaki Lacuesta. Si la primera era un pastiche a cuatro manos que celebraba la figura del dictador Aramburu como si fuera un demócrata entrañable, la de Lacuesta exhibía la incapacidad del neoliberalismo europeo para urdir una fábula de ex-guerrilleros con acento argentino en una jungla tropical, obsesionados con la búsqueda de restos óseos de sus compañeros y preparándose para una contraofensiva armada. Lo que la película dejaba en claro era la estrechez de la imaginación eurocéntrica para concebir el conflicto político actual. Salí muy extrañado de ver esa película tan floja, no podía entender cómo el festival la hubiera puesto en ese lugar destacado. Casualmente me crucé con Sergio Wolf y le comenté mi perplejidad. Su respuesta me dejó más preocupado: me dijo que Los condenados era una película muy valiente porque cuestionaba los ideales setentistas y que él ya estaba harto de que se glorificara a los militantes de aquella década. Quizá por motivos similares a Wolf le parezca muy valiente ahora dejar afuera Tierra de los padres y permitir que el BAFICI se tiña de amarillo.
Hace unos años el festival eligió como película de apertura Secuestro y muerte, de Rafael Filippelli, y como película de cierre Los condenados, del español Isaki Lacuesta. Si la primera era un pastiche a cuatro manos que celebraba la figura del dictador Aramburu como si fuera un demócrata entrañable, la de Lacuesta exhibía la incapacidad del neoliberalismo europeo para urdir una fábula de ex-guerrilleros con acento argentino en una jungla tropical, obsesionados con la búsqueda de restos óseos de sus compañeros y preparándose para una contraofensiva armada. Lo que la película dejaba en claro era la estrechez de la imaginación eurocéntrica para concebir el conflicto político actual. Salí muy extrañado de ver esa película tan floja, no podía entender cómo el festival la hubiera puesto en ese lugar destacado. Casualmente me crucé con Sergio Wolf y le comenté mi perplejidad. Su respuesta me dejó más preocupado: me dijo que Los condenados era una película muy valiente porque cuestionaba los ideales setentistas y que él ya estaba harto de que se glorificara a los militantes de aquella década. Quizá por motivos similares a Wolf le parezca muy valiente ahora dejar afuera Tierra de los padres y permitir que el BAFICI se tiña de amarillo.