por Oscar Cuervo
Desde entonces (segunda mitad de los 60) comenzó una serie de sinuosas maniobras que hoy pueden considerarse un proceso de demolición y reinvención constantes, con el fin de llegar a ser el viejo más nuevo que existe. Una especie de anti Scott Fitzgerald, el joven condenado a sobrevivir a la extinción de su talento. Dylan dejó de ser un joven talentoso para volverse genial, para lo que tuvo que fundar una nueva relación con la tradición musical norteamericana.
Este tipo flaquito y parco, ligeramente retro, de una elegancia apabullante, que este último fin de semana tuvimos ahí a pocos metros, ha querido ser una especie de cantante anónimo, sin opiniones, sin gestos de falsa familiaridad, con un solo haber: sus canciones, las que eran música inaudita cuando él fue una joven celebridad, ahora aparecen como parte de un reservorio tradicional. Dylan hace clásicos, los canta a su estilo, solo que ¡él es el autor de esas canciones!
Quiero agregar que el contacto con un artista clásico (mi artista clásico) me produce vértigo y felicidad. Su extrema seriedad (con algo innegablemente cómico apenas soterrado) me hacen pensar más que nada. Es la cuarta vez que me encuentro con él y cada vez es mejor.
Prometo seguir pensándolo.