por Oscar Cuervo
Lo que en el panorama cinematográfico argentino de las últimas décadas vuelve una singularidad a Gilda, no me arrepiento de este amor, la película de Lorena Muñoz con Natalia Oreiro, es su posición artística y política respecto del pueblo. No se trata de determinar en qué posición está Gilda (la película) en relación con la calidad u originalidad de otras películas argentinas desde los 90 hasta hoy. Obvio que hubo un puñado de grandes películas y unas cuantas más muy interesantes. Pero la precisión de Lorena Muñoz (con la ayuda imprescindible de Natalia Oreiro, cuya corporización del personaje la vuelven casi la coautora de la película) para filmar al pueblo es algo que se volvió muy raro en el cine después de Leonardo Favio. Hubo películas políticas muy lúcidas y hubo productos cinematográficos muy eficaces y taquilleros. Me cuesta mucho, en cambio, encontrar otra película argentina reciente que filme al pueblo y que se proponga (y logre) llegar al pueblo. Gilda lo hace.
En los últimos años, un dictamen de Gilles Deleuze parece haberse impuesto como un dogma de fe en los círculos áulicos y los salones literarios locales: los grandes cineastas políticos modernos "saben mostrar que el pueblo es lo que falta... El pueblo ya no existe, o no existe todavía… ‘el pueblo falta’”. Deleuze lo dice para destacar específicamente a Resnais y los Straub como "los grandes cineastas modernos", una valoración como la que puede hacer cualquier otro cinéfilo, sin necesidad de escribir dos tomos. Para mí, por ejemplo, los grandes cineastas políticos modernos no son los que Deleuze dice. Pero la discusión de la tesis deleuziana no es mi objetivo en esta nota: formaría parte de un análisis más extenso de la obra en la que él la pronuncia: La imagen-tiempo. Lo dejo para otro momento.
Lo que pretendo ahora es remarcar el rebote de esta frase aislada de ese contexto y repetida en nuestro medio. La sentencia consigue muchos fieles entre los sectores ilustrados que usualmente se jactan de su escepticismo y autoproclaman una descarnada racionalidad. "Saber mostrar que el pueblo es lo que falta... El pueblo ya no existe, o no existe todavía… ‘el pueblo falta’”¿De dónde y cómo se sabría eso?
Resulta epistemológicamente imposible demostrar que algo no existe. Quizás los habitués de salones literarios hagan recorridos territoriales cuidadosamente calculados para no toparse con el pueblo. Puede que se trate solo de un don de eludir.
Cierto: la palabra "pueblo" fue casi borrada del discurso público desde el momento en que el léxico de lo político empezó a ser administrado por los medios de comunicación masiva: desde entonces se habla de "la gente", "el público", "los vecinos" o "los usuarios". Pero esa omisión no es una rotación de los vientos ni una consecuencia natural del cambio climático. Es una operación política deliberada, cuya intencionalidad merece ser indagada sin la indulgencia de un opinador. Semejante proposición política no puede naturalizarse ligeramente sin ser partícipe de esa misma operación de borramiento.
Es cierto, falta el pueblo en el cine argentino de las últimas décadas. ¿Por qué? En las calles y las plazas argentinas no falta. No falta en las fábricas ni en las fiestas colectivas, en los conflictos sociales ni en las movilizaciones. No falta en las bailantas, en las villas ni en las cárceles. Pero efectivamente gran parte de los cineastas locales parecen sentirse amedrentados a la hora de filmar al pueblo en el cine: parece funcionar una inhibición cuyo origen merece indagarse.
Más allá del pueblo es el título de un libro de Gonzalo Aguilar que, curiosamente, habla sobre cine. Los textos de Aguilar se volvieron canónicos para pensar el llamado "nuevo cine argentino" de los 90. Primero Otros mundos, más recientemente Más allá del pueblo. Este último libro desde su mismo título parece construido a partir de la instalación de la certeza de la falta del pueblo. Nunca en el libro queda claro si el pueblo falta solo en el cine o también en el mundo, pero en los detalles donde debería validarse la tesis de Aguilar flaquea llamativamente. Cuando cita a Infancia clandestina como ejemplo de esta falta de pueblo, dice:
"...la lucha de los militantes se produce en la clandestinidad y desde una casa. El pueblo puede ser invocado como destinatario de una lucha, pero siempre está fuera de cuadro y es, en todo caso, un obstáculo para la toma del poder. Los muchos nunca aparecen y los grupos representados (la célula guerrillera y los alumnos de la escuela) son limitados, constituidos por algo en común y separados del resto. Las coreografías porosas, expansivas e incluyentes típicas del pueblo le son ajenas". (Página 194)
Resulta curioso que un ensayista de la reputación de Aguilar omita que la narración de Infancia clandestina se desarrolla en plena dictadura, durante la contraofensiva montonera y que el protagonista es un chico que forma parte de una familia de combatientes que va a ser diezmada en esa masacre. ¿Cómo creerá Aguilar que podrían encontrarse "los muchos" en semejante contexto histórico? Tampoco dice nada de la escena final, en la que el chico va a encontrarse con su abuela, condición de posibilidad para una restitución del vínculo popular luego de la masacre dictatorial. Parece que un ensayista estético sufre de severas dificultades para ubicarse en el escenario amplio de la historia. O Aguilar vivió en otro continente durante la dictadura, o sufrió una amnesia grave, o se la pasó yendo de su gabinete al cine y no se enteró de lo que estaba pasando. (No creo que sea casual que la génesis de la película Gilda, no me arrepiento de este amor sucediera durante la filmación de Infancia Clandestina, donde Lorena Muñoz era productora y Natalia Oreiro protagonista; Benjamín Avila, el director de Infancia... es productor de Gilda).
No lo sé. Pero debo reconocer que la certeza de Aguilar se halla en sintonía con la incapacidad de la mayoría de los cineastas argentinos para filmar la vibración que durante estos años se percibe en el espacio público.
Esta es la singularidad que le asigno a Gilda, no me arrepiento de este amor, la película que muestra el devenir de una mujer de pueblo en un ícono popular. La cantante de cumbia murió en un accidente de ruta hace 20 años.
En la superficie de su anécdota, no se trata de una película política. Para el etiquetamiento apurado, es un biopic musical sobre una maestra que quiere cumbias, según el siempre aborrecible Quintín.
El punto de vista de Lorena Muñoz es tan preciso que vuelve a su Gilda una intervención política que interpela fuerte al conjunto de los cineastas argentinos actuales: ¿cuándo, cómo y por qué se perdió la capacidad para filmar al pueblo y, a la vez, para convocarlo al cine? En cuanto al personaje escogido por Muñoz, no se trata simplemente de "una cantante de cumbias". La cumbia ocupa un lugar muy potente en la cultura popular de las últimas décadas argentinas. Es un fenómeno que creció en los arrabales, muy lejos del salón literario, que se moldeó con códigos desconocidos por la clase medio ilustrada. Solo cuando ya era un fenómeno masivo los medios se aproximaron de forma oportunista a una cultura generada en el pueblo. Gilda, en su ese ámbito, fue un caso anómalo. Provenía de la clase media/baja y "no era del palo", como se lo remarcan varias veces los varones que manejan los circuitos de música de bailanta.
Como bien señala Roger Koza en su breve y brillante nota "NATURALEZA POPULAR: 312 PALABRAS SOBRE GILDA: NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR", la película tiene una articulación narrativa muy clara entre su plano inicial y su epílogo. Invirtiendo la dirección del tiempo, Lorena Muñoz empieza dentro del coche fúnebre, cerca de ataúd, desde una perspectiva en la que es posible ver al pueblo que se agolpa detrás de la ventanilla para despedir amorosamente a su artista; y luego, en el final, en lugar de poner en escena el accidente de ruta, asistimos a la apoteosis de Gilda, cuando canta con el ritmo de las palpitaciones de su corazón la canción que en la película sellará su vínculo definitivo con el pueblo: "No es mi despedida" (Recuerdame cada momento/ porque estaré contigo/ no pienses que voy a dejarte/ porque estarás conmigo). Antes de ese éxtasis, veremos un primer plano del rostro de Gilda iluminado por la luz del camión contra el que va a morir, los ojos bien abiertos por un instante, después de despedirse cariñosamente de los seres queridos que viajan con ella en el micro. Después, cuando la canción termine y la re-ligazón colectiva se haya consumado, una serie de placas nos informarán sobre las consecuencias del accidente, los que murieron y los que quedaron vivos, para cerrar con unas palabras exactas: Gilda sigue viva en el corazón del pueblo. Ni la elección de terminar con su apoteosis artística ni el uso de la palabra "pueblo" pueden ser casuales. Muñoz podría haber puesto "público", "admiradores", "fans", palabras que sonarían más habituales que "pueblo". Pero la película significaría otra cosa.
Lorena Muñoz estuvo realizando durante estos años una serie documental para el canal Encuentro titulada Soy del pueblo, "la historia de hombres y mujeres que con su obra y estilo lograron su lugar en el alma del pueblo y en la memoria colectiva del país. Carlos Gardel, Osvaldo Pugliese, Alfredo Alcón, Manuel Romero, Ringo Bonavena, Tita Merello, Hugo del Carril, Niní Marshall, Atahualpa Yupanqui, Lolita Torres, Alberto Olmedo, Sandro..." (ver acá). Entre ellos, hay un capítulo dedicado a Gilda, antecedente directo de esta película, en el que testimonian varios de los que luego van a terminar como asesores de la película de ficción.
El plano inicial contiene una indicación muy específica acerca del punto de vista del relato, se coloca junto a sus restos mortales -no en una subjetiva imposible, como señalaron erróneamente algunos críticos- , en un acompañamiento amoroso e íntimo desde el que es posible ver al pueblo que la llora, en una escena de una enorme tristeza que impregnará la película de una melancolía que solamente logrará transfigurar la alegría de la música. Desde cerca y con una potente empatía, así filma Muñoz a Gilda. No se pone en su lugar, sino que la acompaña, la sigue por los pasillos oscuros que tiene que atravesar.
Transfiguración del dolor en éxtasis y trascendencia popular. La sutileza con que la directora filma ese proceso difícil evita los subrayados que pudieran haber volcado la película para el lado de una superstición impostada.
Antes de ser Gilda, ella fue Miriam Bianchi, una mujer que hasta sus 30 años siguió un camino prefijado: ama de casa, esposa, madre, maestra jardinera. Las primeras escenas muestran la inquietud previa al momento en que algo dentro suyo pugna por salir. Tiene la forma de la música y se conecta directamente con el amor a su padre. Muñoz tiene la sagacidad de señalar esa filiación que impide una reducción del relato a una clave exclusivamente feminista, cuando en verdad hay elementos de sobra para remarcar la opresión machista, no solo en el diseño de su estructura familiar, sino todavía más en el mundo de la música tropical. Gilda va a ir enfrentando una a una esas opresiones sin perder su capacidad amorosa.
Si esta trama está pensada para narrar con finura la transfiguración y la trascendencia -"quiero ser la abanderada de esta movida", le dice ella a los que la escuchan-, el resultado no habría sido tan rotundo si no le hubiera puesto su cuerpo Natalia Oreiro, cuya cualidad de estrella cinematográfica refulge con mayor luz a medida que la película avanza y termina logrando que Gilda, no me arrepiento de este amor sea la gran película popular de los últimos años.
"No me arrepiento de este amor", aquí y ahora, con sus capas de significaciones, es una declaración política.