por Martha Silva
Yo tenía pocos meses cuando un gato que rondaba siempre la casona donde nací me dio un zarpazo y estuve a punto de perder el ojo derecho.
Todos, por entonces, estuvieron pendientes de ese suceso y como medida precautoria los gatos -incluido este, naturalmente– fueron erradicados de mi casa y de mi entorno de ahí en adelante. Como vivíamos en un pueblo del interior del país no era difícil encontrarse con animales de todo tipo, incluso por las calles del mal llamado “centro”. Los chicos del pueblo convivíamos con toda suerte de animales domésticos.
El perro de mi casa denunciaba en forma estentórea toda posible infiltración de un nuevo felino.
La muchacha que ayudaba en las tareas domésticas, mi hermano y el empleado del escritorio de mi padre tenían expresas instrucciones en torno a este tema de evitar los gatos.
No era tarea fácil.
Todas estas precauciones se extendieron durante toda mi infancia, lo que solía acarrear ciertos inconvenientes. Por ejemplo: cuando debí concurrir a la escuela, mi madre se vio obligada a contratar -por decirlo así- a una chica algo mayor que yo que ya estaba en segundo grado y era denominada “ la chica de la botellita”, porque siempre portaba ese elemento. Su misión con respecto a mí era claramente evitar la cercanía de los gatos –y gatas- que pudiera haber por el patio de la escuela durante el recreo.
En relación a mí, debo confesar que no les tenía miedo a los dichosos gatos, porque ni siquiera recordaba el hecho que me narraran. Solamente imaginaba a veces el zarpazo aquel y me aterraba un poco la posibilidad de haber tenido un agujero donde por fortuna lucía mi ojo derecho, de color castaño y características normales.
Unos años después, mi padre trajo a nuestra casa a unas hermanastras mías, hijas de su primer matrimonio, que tenían una enfermedad infecciosa que contraje inmediatamente, de la que estuve a punto de morir. Pensé que como en este suceso no había de por medio ningún gato a mis padres no se les había ocurrido adoptar ningún tipo de precaución.
Hoy en día los gatos y yo nos evitamos mutuamente. Esto se puede lograr con facilidad viviendo en la ciudad. Además, siempre me gustaron mucho más los perros.
No son tan inquietantes e imprevisibles.