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Moonlight

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No vi la ceremonia de entrega del Oscar porque no veo la ceremonia de entrega de los Oscars. Me parece aburrida. Además me dejé convencer por la idea de que iba a ganar La la land, una película muy mediocre a la que las nominaciones de la propia Academia convirtieron en un acontecimiento. No es que sea muy mala: es que no tiene ninguna importancia, La la land no da ni siquiera para discutir. Pero ayer a la tarde tuitié que si hubiera justicia, tendrían que ganar Moonlight o Hell or high water. Me gustan mucho las dos y ya me resultaba raro que dos películas tan estimables llegaran a ser nominadas. Como sea, el premio del Oscar no tiene significado artístico. Es un evento de la industria.

Respecto de Hell or high water (estrenada acá como Sin nada que perder), de David Mackenzie, creo que no se llevó nada. Igualmente es una película notable, buena de punta a punta, de una inteligencia y una elegancia muy difícil de encontrar hoy en el cine americano. Todavía no escribí sobre ella, pero hay que apurarse a verla porque ahora, sin la expectativa del premio, probablemente dure poco en cartel. Estaré escribiendo en los próximos días.

Moonlight (que acá se estrenó como Luz de luna) tiene todas mis simpatías por razones estéticas y políticas que explico más abajo. Quizás no sea tan perfecta de punta a punta como me resulta Hell or high water. Pero esa irregularidad justamente me parece que le otorga un interés. Digamos: si Barry Jenkins sigue por el camino de la última media hora de su película, hay que esperar grandes cosas de él. Pero en Hollywood nunca se sabe: es un antro especialmente dedicado a arruinar carreras promisorias.

El papelón de la entrega de anoche, donde anuncia el triunfo de La la land es entre patético y gracioso. Pero ese momento de zozobra en el que se dan cuenta de que hicieron subir al equipo de la película equivocada le dio a la ceremonia, usualmente muy careta, un toque de humanidad. Quizá, en este ámbito, esta gaffe sea lo más interesante que pasó en muchos años.



En fin, acá va mi comentario sobre Moonlight:

[Atención: este texto está lleno de spoilers. Recomiendo la película y vuelvan a leerlo]

Son varios los pequeños detalles que me gustan de Luz de luna, pero lo que termina inclinando mi balanza es su capacidad de crecimiento: Moonlight es, algo raro en el cine actual, una película que va de menos a más. Su última media hora es lo mejor de la película. Y eso hace que uno salga del cine finalmente convencido. Dividida en tres partes que marcan los tres momentos del crecimiento del protagonista: su infancia (lo llaman Little y así es como se titula esta parte); su adolescencia (Chirom es su nombre real y así se titula la segunda); y su juventud (Black, el nombre que antes le puso su best friend Kevin, será la identidad que adopte al dejar de ser chico; y también el título de la tercera parte), hay algo que se juega en cómo el personaje es nombrado por los otros. Sus compañeros de escuela lo llaman faggot, antes de que él tenga la posibilidad de preguntarse por su sexualidad. Kevin, en cambio, a veces le dice Chirom, a veces Black y otras nigger, lo que sorprende a Chirom. Sin saber del todo por qué, intuimos que hay algo subterráneo que se juega entre ellos dos al cambiarle el nombre.

La película parece ir ganando en misterio a medida que las etapas pasan. Su primera media hora es la más convencional, sobreexplicada y conmiserativa. De niño, Little parece tener todas las fichas para transformarse en una víctima perfecta: negro, flacucho, temeroso, introvertido, hijo de una adicta, padre ausente, destinatario del bullying de sus compañeros de escuela, matones, homófobos y despiadados, oprimido entre los oprimidos, último orejón del tarro, el patito feo.



Parecería que a los efectos de plantear un pacto con su espectador, Barry Jenkins tiene que concentrar en ese arranque todas las desgracias que puede sufrir su personaje para arrojar sobre él la crueldad del mundo. No es que esos primeros treinta minutos sean un desastre, hay toques de pequeña delicadeza que empiezan a transformar a Moonlight en otra cosa que un drama social que denuncia discriminaciones. Pero una descripción prosaica de las coordenadas sociales en las que se desenvolverá la historia es la forma que elige el director para arrancar. Así, corre el riesgo de hacernos reforzar las imágenes que consolidan nuestros prejuicios acerca de los seres débiles. Conociendo la tendencia dominante del cine norteamericano actual, uno podría presuponer que lo que resta de película no nos ahorrará sufrimiento por padecer.

Pero con "Chirom", la segunda parte, todo empieza a ganar otro vigor: el adolescente tiene su sueño húmedo y luego tendrá su noche buena, la clave para impulsar la mutación que vivirá entre ser una víctima, descubrir la dimensión gozosa de su cuerpo y alzar la cabeza con orgullo en el contundente final de esta parte.

El último capítulo, Black, es prodigioso en el manejo de las elipsis, el suspenso, la emoción pudorosa y la tensión romántica y erótica que se juega en el reencuentro de los dos amigos, varios años después. Cuando empieza esta parte Chirom se ha convertido en Black, su cuerpo parece haber dejado atrás la vulnerabilidad que lo signaba en los capítulos anteriores. El patito feo es ahora un hermoso cisne negro. La sagacidad del director se juega en esa elipsis que permite una audaz decisión de casting que repercute en el sentido mismo de la película: el actor que hace de Chirom a los 27 cuesta ser identificado con los que lo encarnaron en los capítulos anteriores. Esta audacia muta no solo el físico del personaje, sino el modo de identificación que tenemos con él. El poder de la narración hace que primero vacilemos y luego aceptemos que se trata del mismo personaje. El hiato temporal genera un fuera de campo del que empieza a brotar un misterio. ¿Qué pasó acá? Es notable que un personaje que habíamos aceptado como la víctima con la que íbamos a sufrir ahora se nos vuelva misterioso. La misma reacción va a tener Kevin cuando lo vea. ¿Sos el mismo? Ese juego de desconocimiento/reconocimiento va a sostener la tensión que despliega cada plano de la última media hora. A diferencia de algunas decisiones formales un poco redundantes y convencionales que la película planteó en su primer capítulo, ahora la dirección del relato queda en suspenso. Ni el espectador, ni Chirom, ni Kevin sabemos hacia dónde se dirige la cosa, ni quién es exactamente cada uno.



A esta altura se me ocurre que lo que yo percibí como redundancia y previsibilidad en la primera media hora es la condición para que Jerkins subvierta el mecanismo de identificación al llegar el tramo final de la película. Quizás, aventuro, no sea solo una pequeña trampa narrativa, sino una astucia más política, en la medida en que se propone producir un extrañamiento en nuestra mirada hacia una película que se supone cuenta la vida de un negro doblemente oprimido. Este giro imprevisto también cambia el sentido de lo que se entiende por "final feliz". Por una vez esta felicidad no suena a un cierre, sino a una apertura, también sutilmente política.

Lo mejor es que Moonlight replica la mutación de su protagonista. ¿Puede una película que no empieza muy interesante ir mejorando a medida que avanza? No es lo que suele suceder: más bien vemos películas que tienen un planteo inicial prometedor que luego se va esfumando: se me ocurre el ejemplo de Boyhood de Linklater (una película que puede vincularse con Moonlight, para ver cómo hace el camino inverso, en cuanto su interés decrece). Es posible que en el cine industrial impere un criterio que dice que hay que conquistar al espectador en los primeros 15 minutos y, una vez logrado eso, el resto se hace solo, a golpes de efecto de edición. La película de Jenkins contradice esa regla: cuando la mayoría de las películas se van desinflando y defraudan la expectativa inicial, Moonlight nos reclama paciencia para que el patito feo se convierta en cisne. Y lo que empezó como un film de denuncia social deviene una película de amor.

Ahora vacilo en pensar si el director se equivocó en la primera media hora o si esa era la forma necesaria para hacerme pensar en todas estas cosas.

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