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El Padrino

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por Oscar Cuervo

Vi El Padrino en todos los formatos posibles: 35 mm, VHS, la miniserie reeditada para la televisión en los 90, DVD y ahora en digital. Pero, claro, el gusto de tener una copia hogareña para hacer una revisión periódica nunca puede compararse con el acontecimiento que significa ir a verla a una sala llena, con la platea vibrando de emoción, acontecimiento en que pantalla y público son un solo organismo viviente.

Ante todo, el arte del joven Coppola tiene su hábitat natural en la pantalla grande. Y esto es así por la maestría con la que elige los diversos tamaños de plano, desde el primerísimo primer plano hasta el gran plano general. La pantalla es ese tapiz enorme en el que el gesto tenso de Michael Corleone unos segundos antes de tener su bautismo de fuego puede contener tanta emoción como la inmensa iglesia oscura en la que se bautiza a su ahijado, o el jardín impávido en el que Don Vito encuentra una muerte pueril, jugando con su nietito. Hay una grandeza que cada escena va conquistando en la elección precisa del tamaño del plano. Hicthcock decía que la clave del cine es elegir correctamente el tamaño de cada plano, porque nunca hay que desperdiciar un gran plano general para mostrar un paisaje, cuando de lo que siempre se trata es de llenar de emoción el rectángulo inmenso de la pantalla. Es ahí donde Coppola sabe combinar un laconismo de los momentos grandiosos con la intensidad de los pequeños gestos. Esto y no otra cosa es lo que hace que El Padrino solo pueda ser apreciada en su verdadera magnitud en la sala de cine.


Después está, claro que sí, el elenco formidable, irrepetible, un guión preciso como un reloj, la prodigiosa iluminación de sombras densas que pone a Gordon Willis en la cumbre de la dirección fotográfica, una de las mejores partituras jamás compuestas para el cine, con méritos repartidos entre el gran Nino Rota y Carmine Coppola, y un diseño de producción de Dean Tavoularis que dejó establecido de una vez por todas lo que significa para una película el diseño de producción.

Nombré a Hitchcock, cuya presencia es muy evidente en la terrible escena en el restaurante; pero no es esta la influencia más evidente del joven Coppola. Creo que El padrino es por sobre todas las cosas una película viscontiana, emparentada en su estructura coral con La terra trema, Rocco y sus hermanos y La caída de los dioses más que con ninguna otra película de mafia o gángsters. Se trata de una familia en proceso de disgregación y más específicamente, de la tragedia del traspaso de la autoridad paterna hacia el heredero. Coppola es viscontiano sin dejar de ser americano; por eso la otra influencia clave puede hallarse en John Cassavetes, de quien el director de El Padrino es un evidente discípulo. Esto puede rastrearse en el pulso con que se conduce el formidable elenco, en la escena de la propia muerte de Corleone, en la manera con que entran y salen del plano los niños de la familia y, más que nada, en la pelea de Connie con su marido, filmada en un apabullante plano secuencia. (La presencia de John Marley en el papel del productor de cine despechado, apenas unos años después de Faces, es la pequeña huella cassavetiana que Coppola se permite introducir en su película).

Se habla de la actuación de Brando. Bueno: en todo su desborde bufo Marlon está sencillamente genial. No son tantos los minutos que aparece en pantalla, pero en cada pequeño gesto suyo, tan payasesco como alejado del realismo, tenemos la sensación de estar asistiendo a una especie de registro documental de un mito al borde de la obsolecencia. Por ello su tonalidad actoral es ajena a la del resto del elenco: es como si Vito Corleone se moviera en otra dimensión, como un residuo de los tiempos heroicos. Tan desmesuradamente grotesco como podría verse la imagen de un dios profanada por la cámara. Los que objetan la actuación de Brando como el "pero" que se le podría poner a la película pierden de vista lo fundamental: El Padrino es inconcebible sin Brando, sin la megalomanía que convierte cada aparición suya en una performance corrida de registro. Por eso, las pocas escenas que comparten Brando y Pacino son los pìcos emocionales de la película: la del hospital, cuando Michael protege a su padre malherido y la última conversación donde repasan los detalles del Plan que pergeñan entre ambos para el ajuste de cuentas del final. Esta conversación es precisamente el corazón del film, la escena, conmovedora en su precariedad, del traspaso del mando: conmovedora porque hay un soplo sagrado que atraviesa a esos cuerpos demasiado frágiles, demasiado humanos para contener un acontecimiento de un orden que los excede. Por eso es perfectamente natural que las dos actuaciones estén jugadas en distintos registros, tanto como es emocionante verlos juntos en pantalla, dado que hay algo imposible en este traspaso. Pacino, Duvall, Cazale, James Caan, Diane Keaton, Richard Castellano, Sterling Hayden, Al Lettieri, Talia Shire, Richard Conte, Lenny Montana, Simonetta Stefanelli, Franco Citti, John Marley, todos están perfectos, al llegar al momento de ser asociados para siempre con estos personajes inolvidables.


Ver El Padrino en 2011 es una experiencia que oscila entre la alegría y la melancolía. La alegría de encontrar salas llenas y vibrantes, que coronan cada proyección con un aplauso agradecido, ante una muestra de alta calidad. Y melancolía por la misma razón: hoy se siguen filmando grandes películas, pero El Padrino es una especie extinta, una obra de arte popular, de cuando el gran espectáculo cinematográfico aún no había sido estragado por Spielberg y Lucas. Verla hoy en las salas de estreno es como situarse durante tres horas en un tiempo histórico ambiguo e inapresable.

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