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Lo Indecible

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por Alejandro Ricagno
(primer post sobre el teatro de Santiago Loza)
(sobre Matar Cansa, monologo teatral de Santiago Loza, que se he repuesto los lunes a las 21:00 hs. en el Espacio Callejón)


“Pensar en él. Imaginarlo.
Eso me llena.
No soy un biógrafo.
Me faltan datos.
Por eso imagino.
Completo.
Como los cuerpos mutilados.
Irreconocibles.
Uno completa, trata de imaginar lo que fueron.
Así soy yo.
Me faltan partes.
Me completa, me toma por entero.
Me forma.
Soy su memoria.
Lo veo.
Estoy cerca.

Voy a explicar más:
Esto que soy.
Un fanático. Un admirador desmesurado.
Esto lleva un esfuerzo de toda la vida.
Recopilar la mayor cantidad de material del sujeto admirado.
Eso requiere tiempo y paciencia.
Buscar las piezas que faltan.
Entender.
Juntar las fotos.
Todas las fotos que haya.
De todas sus victorias.
Pero no hay que confundirse, admirar no tiene que ver con imitar.
Un imitador es otra cosa.
Un imitador renuncia a si mismo.
Yo no.
He tratado de admirar sin caer en la tentación de imitar.
Sin perder mi particularidad.
Admiro al asesino pero soy una persona tranquila.
Más que tranquilo, soy este hombre quieto.
Cobarde.
No estoy preparado para entrar en acción.
Estoy.
Agazapado.
Por eso lo admiro”.
(Santiago Loza, fragmento de Matar cansa)

Quien así se expresa es un fan.

Uno de los fans más tristes y oscuros que uno pueda imaginar. El fan opaco -¿como todo fan?- que necesita iluminarse por un amor a distancia hacia un asesino serial.

Ese es el personaje principal de Matar cansa, el monólogo desgarrado, en sordina, escrito por Santiago Loza, dirigido por Martín Flores Cárdenas, y magistralmente interpretado por Diego Gentile.

Y digo "el personaje principal" sin estar muy seguro de ello. Porque, por ahí el personaje principal es el otro, el ausente, el asesino admirado y evocado. Admiración en la que se mezclan asco, deseo, identificación y también una forma extraña de piedad. Porque el que habla es menos un admirador en sentido lato, que una víctima en potencia. Una victima de sus pulsiones inconfesables (que nos confiesa) y una victima en el oscuro deseo de serlo. O de ser al mismo tiempo el otro y su victima en un todo indiferenciado. El que comete los actos atroces, que el personaje que monologa frente a nosotros no se atreve a ejecutar, y también por qué no el que desea morir iluminado bajo el fulgor del asesino. Y de allí la potencia y la rica ambigüedad que desarrolla el texto todo el tiempo Así, en esas zonas negras -y rojas-, en esa viscosidad, se mueve el magnifico y perturbador monólogo de Santiago Loza, adquiriendo, a medida que avanza, los colores terribles que exhibe una poética del Mal.  O de la fascinación que ejerce el Mal así con mayúscula, -sin cortapisas ni fachadas ni psicologismo barato- oculto bajo un rostro bello.

Porque el asesino evocado, es bello; así se lo describe: “Como un ángel”.

Y uno podría pensar en esos asesinos soñados por Jean Genet en sus novelas, por ejemplo, pero en este caso sin salvación mística- vía del crimen- como metaforizaba el escritor francés.

Y si bien en el relato de su admirador oscuramente enamorado, el asesino no tiene nombre, -al igual que no lo tiene el narrador de sus matanzas-, la descripción física, la edad y las circunstancia de algunos de su crímenes, entre otros datos, remiten a la figura de quien fuera llamado “el mayor asesino serial de la historia argentina”: Carlos Eduardo Robledo Puch, que antes de las 20 años, a principio de la década del 70, sumó doce homicidios, algunas violaciones y unos tantos robos.

Hay una foto del día de su detención, que dio nacimiento al sobrenombre con que lo bautizo la prensa “el ángel de la muerte.”


Una foto que yo recuerdo haber visto en todas las revistas y diarios de la época “El chacal” –como también lo llamó la prensa- tenía el rostro de un niño, casi. Y el contraste era sumamente inquietante.

Imagino que ese debió ser el punto de partida de la obra de Loza.

Esa foto, que el texto en un momento evoca.

Por supuesto, Loza no hace docudrama, ni nada por el estilo. Su asesino es una figura totalmente ficcional – incluso en su construcción se permita alguna referencia a otro caso celebre, triste y siniestro; el de Santos Godino, el llamado “petiso orejudo,”- que trabaja sobre el efecto de la seducción que ejerce la Belleza del Mal. O mejor dicho los efectos de ese efecto sobre alguien gris. Y también sobre todos. Porque como espectadores recibimos los datos más espantosos de la boca melancólica de un ser que carece de vida propia, de historia incluso, alguien que no pude existir si no es a través de otro. Y que este otro que le da sentido sea monstruoso, da una vuelta más al tema del fanatismo, del amarillismo, de la soledad, y del objeto de un amor desesperado.

El texto de Loza es trágico, entonces por partida doble. Porque es un texto de amor-horror. El personaje que nos relata la vida del criminal, de sus pulsiones, amores, angustias, asume su rol de arrebatado por el otro, y también de su propia parte oscura.

Y aquí ya debemos hablar de la puesta, de Martín Flores Cárdenas y, sobre todo, de la actuación de Diego Gentile. Para que la imágenes que Loza crea, con sus múltiples aristas y ecos, lleguen en toda su potencia tanto lírica como dramática, y que esa violencia narrada se haga presente en un borde tan filoso como poético, el texto debía encontrar un intérprete que hallara los múltiples tonos exactos, sus variaciones, sin recargarse en lo siniestro ni caer en la tentación declamtiva o en su contrario- tan en boga en cierto teatro pos-dramático actual-; la neutralidad lindante en lo monocorde. Diego Gentile es ese intérprete. Parado casi siempre sobre el escenario despojado del Callejón, hace carne el texto, imprimiéndole ritmos casi musicales. A veces pareciera que es tomado por el discurso, a veces pareciera pedir perdón por lo que esta contando, en otros momentos es llevado por la propia pasión evocada, y su cuerpo entra en sorda lucha consigo mismo, como si las palabras le aparecieran en la boca, y ahí, en ese mismo instante de ser dichas, fueran expulsadas en la azorada sorpresa de haberlas pronunciado. Su trabajo es milimétricamente descomunal; al lograr el desdoblamiento necesario consigue hablar desde el personaje del admirador y hacer presente al otro sin convertirse en él, pero a la vez, transformándose. El desafío que el texto le propone es justamente moverse en esa zona indeterminada, y por eso la exposición del monologo a modo de conferencia intima, declara los límites de ese recorrido.

La exacta dirección de Flores Cárdenas ha sumado al monólogo un par de antagonistas que son los elementos del teatro como espectáculo; un micrófono, como si estuviéramos ante un ejercicio de stand up negro, y un seguidor de luz que compite con la presencia del actor y que también construye los espacios por él imaginados o evocados. El trabajo lumínico es un hallazgo de puesta – ideado por Cárdenas y por Matías Sendón- que potencia al máximo los diferentes estadios del texto y de su intérprete. Como si dijéramos: es una Luz que crea Sombra allí donde ilumina; donde el oscuro fulgor de lo Otro revela el no tan lejano espacio que nos separa de lo indecible.

PD: hay en el momento seis obras de Santiago Loza en cartel.

Nada del amor me produce envidia con dirección de Diego Lerman los domingos a las 20:00 en La carpintería (¡quinto año en cartel!).

He nacido para verte sonreír, dirección de Lisandro Rodríguez en la sala Espacio Elefante los martes alas 21.

Pudor en animales de invierno. Dirección Lisandro Rodríguez, en El camarín de las musas, los viernes y sábados a las 21.

Suspiros (en coautoría con Julio Chávez y Julieta Mansilla) también en El camarín viernes y sábado a las 21.

Y acaba de estrenar una más, que aún no vi, Todo verde, con dirección de Pablo Seijo. En Elefante Club teatro. De algunas de ellas me ocuparé en el próximo post.

Pero todas (hasta la que no vi) son altamente recomendables.

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