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24 de marzo de 2018

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por Lidia Ferrari

Sabemos muy bien lo que ocurrió en la dictadura que comenzó el 24 de marzo de 1976. Conocemos fechas, rostros, crímenes. Hemos tenido la fortuna de ver varios de los rostros responsables culminar sus días en la cárcel. Hemos conocido la lucha de las madres y las abuelas. Hemos visto maravillosos desenlaces con el encuentro de los nietos, uno a uno, año a año. Tuvimos tiempo de ir conociendo los vericuetos de la impunidad y sus efectos. Nos fuimos enterando de los pormenores, gracias a los juicios, de la tragedia que vivió nuestra sociedad. Nos fuimos enterando de cuántas cosas no sabemos, cuántos silencios, cuántas complicidades. Nuestros ojos se han abierto ante tanta infamia y crimen, para no olvidar. Nuestros ojos han querido cerrarse también ante tanta infamia y crimen, para no dolerse. Pero en 42 años hemos debido mirar de frente a los criminales y, sobre todo, mirar muy de frente a las víctimas: estudiantes, adolescentes, mujeres, hombres, familias. En este marzo de 2018 hay algo que parece acentuarse. Quizá nos suceda todos los meses de marzo, en las vísperas del 24. Sabemos todo eso, pero es como si lo volviéramos a saber. Como si no lo hubiéramos creído del todo. Como si cada 24 de marzo se hiciera un ritual colectivo para no olvidar eso que querríamos olvidar, porque el olvido sería la única forma de hacer como si nunca hubiera ocurrido.

Estos días para mí son un ritual de volver a mirar los rostros de los desaparecidos, de las víctimas, de leer las historias. Revivir la infinita tristeza por el dolor padecido. Porque no solamente nosotros querríamos huir de ese horror, sino el mismo horror pareciera avergonzarse de haber sido.

Debemos cumplir el ritual para volver a saber, para volver a conocer lo que muy bien sabemos y conocemos. Que no olvidamos ni olvidaremos.

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