por Oscar C.
(Sobre Getting to know the big wide world, Kira Muratova, 1979)
La fórmula secreta de Kira Muratova: cualquier premisa argumental es buena si se la logra dislocar desde la sintaxis cinematográfica. Por ejemplo, un triángulo amoroso entre trabajadores de la construcción en medio de la épica del desarrollo soviético. Parece que la idea inicial surge de un encargo: ¿cómo hacer poesía con un inicio tan prosaico? Para Muratova no parece un problema.
La construcción de una fábrica de tractores es el escenario en que dos hombres rivalizan por el amor de una mujer y el resultado podría ser un melodrama de chatura abrumadora, con una moraleja acorde con lo que el sistema del realismo socialista espera.
Los desvíos, los apuntes laterales, los personajes fugaces, los detalles desconcertantes, los silencios repentinos y las perspectivas oblicuas pueden desarticular las certezas del realismo. La acción avanza en zigzag, los protagonistas se detienen a pensar unos segundos y el rumor del mundo se apaga, alguien pasa por ahí y dice algo que el relato no pedía, una ventana abierta deja asomar una situación sin conexión con el conflicto central. De pronto oscurece. Los personajes se mueven en un terreno en mutación permanente: la idea de obra en construcción puede ser también la excusa para cierto disloque espacial, en el que el límite entre lo interior y lo exterior se vuelve inestable.
¿Quieren melodrama? Bien, pongamos música, pero que agregue un mood distinto, que entre y salga de repente. Cada comentario musical puede pagarse con la desaparición completa del sonido en la escena que sigue.
El grado de invención que Murátova aplica es tan indómito que toda tentación realista queda amenazada por variadas líneas de fuga. En lugar del subrayado al que acuden los narradores que no confían en la inteligencia de los espectadores, pongamos repeticiones lisas y llanas. Hagamos tajos en la duración del plano sin cambiar de punto de vista. Cuando la situación parece estancada, cambiemos el punto de vista o la escala en forma brusca o que entre a cuadro uno que comente lo que pasa en un sentido discordante. El criterio es análogo al de una música para la que se define a priori cierta tonalidad, y después, a medida que la melodía avanza, empiezan a agregarse cada vez más alteraciones, hasta que la misma tonalidad se vuelve indecidible. Como una canción que creíamos poder tararear hasta que notamos que algunas notas no están en su lugar y los silencios se alargan para deformar el ritmo de las frases.
La amable subversión poética que Murátova ejerce se vuelve política no porque se introduzcan apuntes críticos más o menos velados, sino porque la lógica que liga las imágenes y su contrapunto con la banda sonora se desacomodan continuamente. Un asomo de caos en medio del orden esperable es suficiente para atentar contra el sistema. Y una novela que podría invitar a una enseñanza obvia sobre el deseo individual y la responsabilidad colectiva se vuelve un canto a la libertad. Murátova no parece haber perdido tiempo en reclamar libertad: se la tomó con esos elementos que en los guiones no suelen preverse. Las películas las terminaba, aunque a veces no pudiera estrenarlas.
En esta Argentina tan antisoviética películas así ni llegan a rodarse.
El BAFICI 20 la elige como la retrospectiva central de esta edición y puede entenderse su inclusión dentro de la línea editorial macrista como una macarteada elegante. Pero con ver los amables conflictos existenciales de los obreros soviéticos y constatar la existencia misma de una obra como la de Murátova resulta suficiente para saber que en las repúblicas socialistas se vivía un leve desencanto bastante más soportable que la opresión neoliberal que hoy amenaza con estragarnos completamente y avanza brutal contra el estado de derecho. ¡Viva el socialismo!