Foucault / Nietzsche: El orden del discurso y los discursos del nuevo orden. Una disquisición vespertina, hoy a eso de las 17 hs., en Patologías Culturales
En la post-dictadura, la clase ilustrada porteña adoptó con entusiasmo un tándem de textos que cumplieron una función aliviadora. Por supuesto, a principios de los años 80 estos textos estaban gozando de un momento de gran éxito en la cultura europea. Y a la ilustración porteña, después del trauma insuperable del terrorismo de estado, de los espantos que el terror dejó clavado en los cuerpos, le hizo falta aferrarse con desesperación a estas tablas de salvación anfetamínica. Fueron palabras recibidas acá con algarabía ochentista, como nuevas tablas de una ley pop, para salvarse después de la derrota. [Aunque la algarabía anfetamínica fuera seguida por terrible bajón].
Estas tesis a las que voy a referirme convergen en la renuncia a dejarse atravesar por el problema de la verdad.
"Yo, que pensaba en la verdad, que tenía la esperanza de encontrarla, me encontré con Foucault, que me liberó de esa necesidad...", una exhalación consoladora, dicha por todes y por nadie.
En El orden del discurso, un texto seminal para la postdictadura porteña que conocí por dentro, Foucault dejó escritas sobre piedras las palabras salvíficas:
«Quizás es un tanto aventurado considerar la oposición entre lo verdadero y lo falso como un tercer sistema de exclusión, junto a aquellos de los que acabo de hablar. ¿Cómo van a poder compararse razonablemente la coacción de la verdad con separaciones como ésas, separaciones que son arbitrarias desde el comienzo o que cuando menos se organizan en torno a contingencias históricas; que no sólo son modificables sino que están en perpetuo desplazamiento, que están sostenidos por todo un sistema de instituciones que las imponen y las acompañan en su vigencia y que finalmente no se ejercen sin coacción y sin una cierta violencia?
«Ciertamente, si uno se sitúa al nivel de una proposición, en el interior de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se sitúa en otra escala, si se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cuál es constantemente, a través de nuestros discursos, esa voluntad de verdad que ha atravesado tantos siglos de nuestra historia, o cuál es en su forma general el tipo de separación que rige nuestra voluntad de saber, es entonces, quizá, cuando se ve dibujarse algo así como un sistema de exclusión (sistema histórico, modificable, institucionalmente coactivo)».
La oposición entre lo verdadero y lo falso como un sistema institucionalmente coactivo de exclusión del discurso: ¡qué idea consoladora! Si en toda sociedad la producción de los discursos está controlada, seleccionada y distribuida por procedimientos que tienen por función conjurar poderes y peligros, «dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad», si la distinción entre lo verdadero y lo falso es uno de esos procedimientos, ¡qué alivio! No tenemos que lidiar más con la verdad y, por consiguiente, tampoco con la mentira. Qué verdaderamente sereno hubiera terminado Nietzsche sus días de haber reposado en una fe tal.
Porque está claro que estas exitosas ideas foucaultianas remiten directamente a Nietzsche o, más bien, a cierto momento de la larga guerra de Nietzsche consigo mismo:
«¿Qué es, pues, verdad? ...Un vivaz ejército de metáforas, metonimias, antropomorfismos; brevemente dicho, una suma de relaciones humanas que fueron realzadas de modo poético y retórico, transmitidas, adornadas, y que, después de un largo uso, a un pueblo le parecen definitivas, canónicas y obligatorias: las verdades son ilusiones que se hemos olvidado lo que son, metáforas...» había escrito Nietzsche en un texto póstumo que, no casualmente, llega a ser canonizado entre nosotros en los años 80, "Sobre verdad y mentira en sentido extramoral".
Buenos Aires pos-dictatorial: ya no hay verdad, nos hemos vuelto niños que juegan -difícil volverse niños cuando uno tiene que hacer tanta fuerza y gastar tanta quita para lograrlo.
Fallido intento, como si la mentira no fuera el pan cotidiano de la vida de derecha. El problema de la verdad nació personal y público, filosófico y político, hace 2500 años, y no parece que esta soldadura haya logrado quebrarse por más efecto que el tándem Foucault/un cierto Nietzsche hayan logrado entre nosotres. Y esto por el simple hecho de que la mentira sigue conservando, como en la época de los sofistas, de un poder mortífero.
"Dejen de mentir sobre mi hermano", escribe Daniel Ramírez, hermano de Ismael, el nene de 13 años asesinado en Sáenz Peña, Chaco. "No se imaginan lo que se siente haberlo visto morir y encima escuchar tantas mentiras sobre él en los medios, en las redes".
Muchaches, la verdad no hará nunca las paces con la mentira.
Pero ¿de qué estoy hablando? ¿de los saqueos en Sáenz Peña? ¿del dispositivo de muerte del neoliberalismo que agobia nuestros nervios, a través de las redes sociales y las grandes corporaciones mediáticas, estos dispositivos que sí adoptaron con decisión y eficacia la tesis de que "los efectos de verdad" se producen institucionalmente y no sin cierta coacción.
Sí, estoy hablando de eso. Pero también hablo de la sombría posibilidad de que la filosofía, vuelta sentido común conciliado, legitime estas operaciones mortíferas si renuncia a la verdad. No voy a adjudicar a Foucault un grado de participación necesaria en los crímenes del sistema a cuyos mecanismos él supuestamente se propuso contribuir a desenmascarar. ¿O no? Hay, sí, un leve crimen filosófico -si mantenemos todavía a Foucault y a El orden del discurso, este texto germinal, en el ámbito de la filosofía. Porque en estos párrafos citados al comienzo de este post se consuma con eficacia temible el sutil y terrible desplazamiento de la pregunta por la verdad hacia el registro débilmente positivista de los mecanismos de producción de los discursos "verdaderos". Si aceptamos este desplazamiento, ya no hay recursos de pensamiento para distinguir el grito desgarrado de Daniel Ramírez -"Dejen de mentir sobre mi hermano"- de una confesión arrancada por un inquisidor bajo torturas.
¿Cómo, Michel? ¿Así que la verdad era tan solo un procedimiento institucional, coactivo, violento para conjurar peligros y poderes?
¿Puede la filosofía renunciar a toda condición relevante en el mundo contemporáneo si da por disuelto el problema de la verdad y se consagra a desarchivar, reseñar y recopilar procedimientos de lo que "en diversas épocas se tuvo por verdad"?
Parecería una discusión bizantina, si no estuvieran en juego tantas vidas.
La seguimos hoy a las 17:00 en FM La Tribu, 88,7, Patologías Culturales.