por Henrique Júdice Magalhães
La transición política modélica de fines de los 70, en la que los sudamericanos debemos inspirarnos, se dio en la Península Ibérica, pero no fue la española: fue la portuguesa, de la que nadie habla.
En España, tras la muerte de Franco, el sistema político se (re)compuso mediante los pactos de La Moncloa, no tan objetables para aquel momento en lo que atañe a sus letras, pero de espíritu dañino. Sacar de la arena deliberativa ciertos temas y volverlos tabúes es un fraude a la democracia.
Entre líneas, se plasmó la victória póstuma del generalísimo mediante la renuncia de los partidos comunista y socialista a cambiar el sistema monárquico por el republicano, a abolir títulos y privilegios de nobleza, a punir a los torturadores y sus mandantes, a restituir la identidad y los vínculos de miles de niños robados de sus familias. Se hace fácil comprender por qué ese esperpento encanta a las élites sudamericanas y, particularmente, a la argentina [1].
Las peripecias del doctor Baltazar Garzón como juez, primero “de” y luego “bajo” tal régimen quizás sean su mejor retrato. Fue alabado y protegido desde el sistema por sus desbordes represivos contra el independentismo vasco, que incluyeron el cierre de un diario, la proscripción de un partido electoral y la conivencia con la tortura. Fue tolerado cuando procesó a Pinochet y a algunos agentes de la última dictadura argentina – ya que, al fin y al cabo, hay que afirmar la jerarquía interestatal y la superioridad civilizatoria hacia las ex-colonias. Fue suspendido en sus funciones y severamente amonestado cuando quiso hacer lo mismo con los crímenes del franquismo. Y finalmente fue expulsado de la magistratura cuando intentó investigar, en el caso Gürtel, el entramado de corrupción de uno de los socios mayoritários de la torta horneada en la Moncloa, el PP.
En Portugal, casi en simultáneo a la alabada transición española, la mayoría de la oficialidad militar se hartaba de sostener el obscurantismo y la miséria y volteaba al heredero de Salazar, Marcelo Caetano, dando inicio a lo que pronto se volvió la revolución de los claveles. Revolución con tomas de fábricas y estancias por obreros y campesinos, purgas en órganos del Estado, disolución de cuerpos represivos y nacionalización de empresas. Y que, aún tras el golpe que le puso freno (pero no marcha atrás) el 25 de noviembre de 1975, dejó como legado um muy importante incremento de los derechos laborales y los sistemas públicos de salud y enseñanza.
En Sudamérica no hubo algo así. Pero existió un país en el que no se pactó la transición con la dictadura saliente porque ella, en verdad, salió echada a patadas en el culo: Argentina.
Ése país fue, por décadas, el único en hacer, – y, más tarde, la inspiración de unos pocos más, pero aquí mucho mejor hecho-, algo que en Portugal casi fue realidad [2] y en España sigue siendo tabú: juzgar, condenar y encarcelar a agentes del terror de Estado.
En Sudamérica, Argentina fue Portugal, mientras que Brasil, donde se impuso y sigue imponiéndose la rosca parlamentaria condicionada por los poderes fácticos (incluso los armados), fué España. Por eso es que ningún político argentino ha podido, desde 1983, darse el gusto que se permitió por años uno de los próceres del franquismo no muy reciclado del PP, Manuel Fraga Iribarne: tener de custodio a Rodolfo Almirón [3]. Por eso es que Bunge & Born, en los 80, pudo tener como jefe de seguridad a Miguel Etchecolatz, pero lo tuvo en Brasil, que también dio cobijo a autoridades y agentes del salazarismo.
Y no es que Argentina no haya tenido nunca su pacto de La Moncloa: lo tuvo entre 1994 y 2001. Lo tumbó una pueblada – que no es una revolución, pero algo es algo.
La Moncloa y Olivos no fuéron solo arreglos mafiosos entre facciones parlamentarias: fueron actas de impunidad para criminales de uniforme. Ya sé que la base jurídica para enjuiciarlos, la dio uno de los puntos del acuerdo Menem-Alfonsín: el rango constitucional de los tratados internacionales de derechos humanos. Eso es tan cierto como que, durante la vigencia del pacto, ni un solo represor fue encarcelado y, tras su derrumbe, se iniciaron los juicios de lesa-humanidad, con una profundidad nunca vista en ningún lugar. El tema no es la letra del acuerdo, sino su espíritu.
La implosión del Pacto de Olivos y la inexistencia de cualquier cosa de ese tipo en Portugal ayudan también a comprender por qué estos son dos de los escasos (¿o los únicos?) países de Europa y América donde, pese a las dificultades económicas y el malhumor social, la extrema derecha tiene una expresión social y electoral risible. Mientras en Brasil ella gobierna con Bolsonaro y en España se apresta a hacerlo con Vox, en Portugal su caudal de votos no alcanza para elegir un diputado, e incluso la derecha a secas (CDS) es frecuentemente superada no solo por los comunistas ortodoxos (PCP) y heterodoxos (BE) sino también por un partido animalista, el PAN (y ya que estamos: otro lindo contraste civilizatório ante España y su fijación tauromáquica).
Para mantenerse electoralmente competitivas, las derechas argentina y portuguesa tuvieron que abandonar las formas explícitamente cavernícolas y retroceder al liberalismo, aunque – en el caso argentino – con represión. Mientras el PP español, fundado por ministros de Franco, nunca ha renegado de su orígen, es impensable que alguna fuerza política se reivindique salazarista en Portugal o que miembros de aquel régimen ocupen posiciones políticas importantes. Y pese a que Patricia Bullrich y Miguel Ángel Pichetto incitan de manera criminalmente irresponsable las pulsiones de represión y muerte, Argentina está muy lejos, todavía, de aquellos años del Pacto de Olivos en que Aldo Rico y Luis Patti llegaron a ser o tener parlamentarios e intendentes.
Un país donde los privilegios de las clases dominantes sean intocables por consenso y sus matones no solo tengan garantizadas la impunidad y las prebendas, y donde incluso esté prohibido hablar de ellos [4], es lo que añoran ciertas élites económicas e intelectuales y las dirigencias macrista, pejotista no K, lo que queda de la radical y quizás también algún político o intelectual K. Y eso fue, precisamente, lo que la lucha del pueblo en la calle, primero y luego las decisiones políticas del kirchnerismo les quitaron.
Hoy, más que nunca: ¡viva la democracia, viva la grieta!
NOTAS:
[1] - https://www.infobae.com/politica/2019/05/06/felipe-gonzalez-desde-1984-me-preguntan-en-la-argentina-como-hicimos-el-pacto-de-la-moncloa/
[2] - http://visao.sapo.pt/jornaldeletras/2017-12-11-Irene-Flunser-Pimentel-O-julgamento-da-Pide
[3] - https://www.publico.es/actualidad/rodolfo-almiron-guardaespaldas-fraga.html
[4] - www.pajarorojo.com.ar/?p=42419 y https://anovademocracia.com.br/no-186/6900-nem-justica-nem-memoria