Esto no es una reseña
por Carla Maglio
Desde hace tiempo, estaba segura de algunas cosas del cine de Pedro Costa que eran ya decisivas de mi incomodidad con él. Sin embargo, aun así, encontraba demasiado pronto yo misma qué se le podría objetar a ese rechazo, y por eso me cuidaba de decirlas demasiado abiertamente. Me faltaban horas, o conversaciones.
La elección de la oscuridad para poner en escena los lugares donde viven o que transitan sus personajes; la decisión de representar siempre el dolor de los más postergados, y solo el dolor -un sufrimiento en el que aparecen fijados y que no pocas veces se manifiesta como queja o como reproche febril. También, y sobre todo, la disminución progresiva de la palabra desde Juventud en marcha para acá; no importaría, incluso, si lo poco que se dijera fuese crucial, que sea poco es ya un problema. Todas estas son cosas que no hacen justicia a las vidas de los personajes, ni de las personas con que Costa trabaja. Y con frecuencia se sostiene que Costa hace precisamente eso: justicia. Esas personas, sin embargo, suelen ser locuaces, conversadoras. Tienen, a menudo, un particular talento y gusto por las descripciones, que son de una minuciosidad que perdimos en las grandes ciudades. Voces de cadencias y proliferaciones que deslumbran, cuando se las descubre. Que las películas de Costa las elidan me resultó siempre de una gran violencia. Los pobres, los inmigrantes, los negros, por otra parte, también celebran, y sin duda no menos que otras personas, pero eso nunca está en el cine de Costa, en el que hay muertes, sin haber jamás nacimientos. Sin embargo, decía, encuentro enseguida las objeciones a estas incomodidades mías -con especial cuidado e inteligencia, las desarrolla acá, por ejemplo, Miguel Savransky. Y cuando alguien hace algo tan a consciencia y tan bien y con tantas buenas intenciones como Pedro Costa es muy complicado oponerse.
Al ver Vitalina Varela, sin embargo, vi también muy claro algo más. A pesar de toda la libertad que se le supone a la obra de Costa -por la ausencia de guion, o por el modo de trabajo con los actores, entre otras cosas- sus películas dejan una sensación de rigidez enorme. Esto -tengo ahora la certeza- es porque pesa sobre ellas una exigencia de intensidad pareja, constante. Para esta ética cinematográfica, cada escena, cada plano es y debe ser igualmente intenso. Una obra de arte - no quiero sonar grandilocuente, pero sí decir que esto vale para cualquier obra, no solo para las películas- no es todo el tiempo igual, no es intensa en todos sus fragmentos. Su verdad viene de las diferencias a las que es capaz de dar lugar, de los quiebres, de las texturas desparejas. De sus mesetas, también, por lo tanto. Nadie se levanta y llega al rodaje todos los días soportando la misma intensidad, ni siquiera siendo el mismo, o la misma cada día. Que esas fluctuaciones aparezcan hace a la belleza, a la verdad, a la vida de las películas. Costa, hace poco, mientras hablaba acerca de Vitalina Varela, dijo “deseo” casi como sinónimo de intensidad. No lo es. Esa dudosa equivalencia que introduce hace más aceptable su idea: parecería deseable que aunque sea el deseo se mantuviera parejo cada día. Digo que tampoco. El deseo de la película tampoco es igual cada día, ni a cada hora, afortunadamente. Toda esa imposición, esa exigencia, resultan en una rigidez asfixiante y, peor, resultan en una lamentable confusión. No, una confusión acerca de lo que está pasando, claro: una confusión más grave sobre los personajes, sobre las emociones, sobre las vidas.
Por último, al menos por ahora, también encuentro que esa rigidez hace mucha violencia a la historia del cine portugués, tan frágil, tan inseguro, tan abierto a todas las formas de la belleza y de los errores, de las incertidumbres, de donde le viene su gloria.