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Los balcones de la miseria argentina

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El gobierno de Alberto Fernández dejó abierto un flanco por el que la derecha dura logró vulnerarlo, después de un período en el que había conquistado un enorme consenso social en la primera fase de la crisis sanitaria causada por la pandemia del CoVid19. El costo político que Alberto va a pagar por esta distracción todavía está por verse. En sus pocos meses de gobierno mostró ductilidad para resolver los graves problemas que le reservaba una Argentina arrasada por el macrismo. Todavía podría ser que esa ductilidad vuelva a sacarlo de esta encrucijada. Pero con el cacerolazo de anoche, construido y sobredimensionado con tenacidad por los medios corporativos que encabezan la oposición, la derecha gritó su primer gol en doce meses. Recién el 18 de mayo se cumplirá un año del día en que Cristina anunció su decisión de proponerle a Alberto encabezar la fórmula presidencial.

El cacerolazo de anoche en los barrios del norte de la ciudad dista todavía de producir una crisis de gobernabilidad como la que asoma en los países que, por preservar los intereses del poder económico, dejaron crecer las pilas de cadáveres al colapsar sus sistemas sanitarios. El éxito del enfoque sanitarista de Alberto ante la pandemia, con el achatamiento de la curva de contagios y el número comparativamente bajo de muertos por el CoVid19, viene siendo un mal ejemplo para las derechas duras. Lo ideal para ellos es que, si los gobiernos encabezados por crápulas como Trump, Johnson o Bolsonaro no pueden ni frenar la catástrofe sanitaria ni evitar el derrumbe de sus economías, ejemplos como el de la democracia argentina fracasen para que la muerte los iguale a todos: un imperio extendido del cualunquismo mortífero.

El estruendo de los balcones pequeñoburgueses alimentados por el resentimiento clasista y magnificado por la tele hace sonar una alarma en el esquema de unidad nacional y "cierre de la grieta" con el que Alberto Fernández viene intentando consolidar su liderazgo político. Ese cacerolazo balconero que los medios de la derecha dura gustan relatar como "masivo" se opone simbólicamente al silencio temeroso que reina en los barrios pobres que no tienen quién los televise. No importa que el gobierno de Larreta deje por semanas sin agua a las villas mientras en la tele las campañas publicitarias machacan todo el tiempo con la necesidad de lavarse las manos. Fuera de los barrios pobres, las clases medias se lavan las manos en varios sentidos. El balcón es el escenario preferido por la televisión. Esa grieta no se cierra nunca.

La consolidación del liderazgo de Alberto en esta primera fase fue sorpresiva para sus partidarios e inquietante para la derecha. "Menos mal que ya no está macri en el gobierno" fue la frase más repetida en estas semanas. Una frase lacerante para una derecha que no encuentra un liderazgo fuera de los telepastores que nunca dejaron de recalentar el resentimiento de la burguesía televidente: ¿acaso a alguien se le ocurriría salir a pedir por macri o por peceto? La certeza de que si la pandemia se hubiera desatado durante el régimen macrista el número de muertos habría crecido exponencialmente logró que la figura de Alberto llegara a índices de aprobación que duplicaban los votos obtenidos en octubre pasado.

De pronto, la derecha argentina se había quedado huérfana. Alberto llegó con los votos de Cristina y un pequeño caudal de sectores medios despolitizados, dañados por el maltrato sistemático del macrismo, pero los reflejos rápidos de Fernández ante la emergencia sanitaria hicieron crecer su figura de líder político hasta límites inesperados. Un líder político que goza de gran aprobación popular conquista una autonomía que resulta siempre un obstáculo para los poderes fácticos, mientras en el mundo los gobiernos de la derecha obscena naturalizan el desprecio por la vida digna. El poder trasnacional juega en esta partida una batalla simbólica que no puede permitirse perder: la prevalencia de los más aptos y el aniquilamiento de los débiles, la alucinación nietzscheana de la voluntad de poder convertida en sentido común hegemónico.

Pero cuando en nuestro haber, para oponernos a la ley de esa ferocidad reinante en el capitalismo tardío, solo contamos con la memoria de la organización popular hay distracciones que son un lujo que no podemos darnos.

Desde que se desató la pandemia se vio que hay sectores sociales muy vulnerables a la amenaza del virus: barrios pobres, geriátricos y cárceles en los que el distancia social es impracticable, formas de la arquitectura civil incompatibles con el aislamiento necesario para frenar la propagación de la enfermedad. La reacción de los países gobernados por la derecha dura fue dejar a estos sectores librados a su suerte, incluso propiciar su destrucción. Que la muerte haga su faena. La derecha siempre cuenta con la muerte como instrumento de gobierno, también ante a la pandemia, Así se explica la persistencia de Trump, Bolsonaro o Johnson a pesar de sus gestiones catastróficas. Cuando los cientificistas ingenuos creen que lo natural siempre es defender la dignidad de la vida humana, chocan rápido con la evidencia de que para el capitalismo la vida no es un fin sino apenas un medio y, a veces, un lastre para el desarrollo de las potencias productivas. La voluntad de poder quiere el aniquilamiento de los débiles. Plena vigencia del nihilismo.

En el esquema humanitario que asumió Alberto, desde el primer momento debería haber prestado especial atención a estos grupos que la experiencia mundial señalaba como focos en los que el virus se expandía fácilmente. Las cárceles, los geriátricos y los barrios pobres tendrían que haber ocupado un lugar especial en sus primeras comunicaciones, esperadas con respeto y ansiedad por una enorme mayoría social. Quizás un exceso de alfonsinismo lo hizo reparar en sectores en los que el peligro no está tan expuesto y "guardarse unas semanas" resulta soportable. #QuedateEnCasa no le habla a la villa, al geriátrico ni a la celda. En sus primeros discursos dedicó gran parte de su tiempo a considerar a los runners, a los que añoraban su hora de de esparcimiento o los nenes que dibujan en los deptos. Un enfoque clasemediero.

No está mal pensar en ellos si se gobierna para todos. Pero esos casos en los que Alberto reparó en sus discursos no arman una totalidad. Lo malo, si realmente se gobierna para todos, es olvidarse de que la burguesía y la pequeño-burguesía tienden a abandonar a sus viejos en los geriátricos, prefiere apartar de la vista a los villeros y las cárceles son el reino del horror en el que la sociedad cómplice de la violencia sistémica esconde su fracaso civilizatorio.

Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija hará responsable al juez que la autorice: lo dice el artículo 18 de la Constitución, algo que la clase media olvida todo el tiempo porque nunca se piensa en la cárcel. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que desde 1994 tiene rango constitucional dice en su artículo 10 que toda persona privada de su libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano. La derecha que alardea de republicana jamás lo cree; al contrario, se complace en convertir las cárceles en reductos de lo insoportable. Es una falla inquietante que para una perspectiva humanista cueste tanto visualizar el problema, porque las cárceles infectas no cesan de acusar el fracaso de cualquier comunidad organizada.

La pandemia es la gran oportunidad para que un gobierno que se propuso instalar una nueva institucionalidad tome el problema permanente de las cárceles como medida de su legitimidad. El macrismo nos legó unas cárceles sobrepobladas por pobres en las que vivir dignamente no se puede, pero las cárceles ya eran insoportables desde hace mucho tiempo. El marginal: las ficciones sensacionalistas de televisión lo convirtieron en fuente de su esparcimiento. El balcón de los caceroleros es el contraplano de la Argentina blanca. Las pantallas pueden trasmitir su indignación latosa hasta pretenderla universal.

Si el problema de la deuda parecía demandar la necesidad de postergar algunas reformas humanitarias para momentos más propicios, la pandemia cambió el orden de las prioridades. La defección del estado y la sobrepoblación de las celdas, incluso antes que un reto moral para la sociedad, se convierten en una urgencia sanitaria. Si cuando hay que propiciar el distanciamiento social y la higiene no se resuelve la inhabitabilidad del sistema carcelario, ¿cuándo va a asumir la democracia su propia miseria? La experiencia de otros países ya nos había advertido de la necesidad de poner el foco en estas debilidades. Lo mismo pasó con los geriátricos y los barrios pobres: los contagios empezaron a acelerarse donde ya se sabía que iba a pasar. El enfoque del comité de expertos se redujo a una perspectiva clamediera en la que la existencia transita entre el living y el balcón. El único problema era entonces pasear al perro o a los nenes.

¿Nadie pensó en las villas? ¿Nadie pensó en los geriátricos? ¿Nadie pensó en las cárceles? La derecha sí: pensó que esa zona débil de la trama social era su oportunidad para debilitar el liderazgo político que estaba tomando un vuelo propio inconveniente: vio ahí la hendija para inyectar sus valores tóxicos. El gobierno de Alberto justo ahí se mostró inconvincente: ante el problema de la sobrepoblación carcelaria. Hasta un pensamiento calculador puede advertir que estos regímenes de encierro no funcionan como compartimentos estancos: en las cárceles -igual que en los geriátricos y en las villas- hay personas que todos los días entran y salen. Hasta para un sanitarismo blanco es evidente que esos eran los lugares que se debían cuidar con delicadeza para conducir el tránsito social de la cuarentena. Si las cárceles, los geriátricos y los barrios pobres se convierten en focos infecciosos, no hay manera de controlar la propagación del virus y el sistema sanitario se expone al colpaso. La cuarentena precoz podría no ser el remedio a todos los males.

Alberto y su gobierno prefirieron suponer que el problema de las cárceles superpobladas se disolvería  de algún modo en la cruzada sanitaria. Tocó la cuestión con desgano, con tuits poco precisos que trataron de derivar los aspectos más corrosivos a un mero enfoque jurídico, despolitizado. Para no hablar en los sectores del Frente de Todos que abrazan el punitivismo con fervor, como Massa o Berni. Tocar el problema de las cárceles y de las villas es la contrapartida necesaria de plantear un impuesto a las grandes fortunas, porque implica dar un enfoque integral a las desigualdades permanentes que la pandemia vino a desencubrir. El gobierno de Alberto comunicó mal no por una falla de los equipos de comunicación, sino porque no pensó el problema en su carácter sistemático. La derecha sí es buena comunicadora y se tomó una semana para asustar a la clase mierda con la amenaza de una apertura masiva de las cárceles, azuzando justo ese punto en el que el Frente de Todos se muestra más inconsistente. 

Hasta caceroleros con dos dedos de frente podrían comprender un hilo de enunciados de fácil conexión. Un rebrote en las cárceles -en villas, en geriátricos- compromete la disponibilidad de las camas del sistema sanitario. Si las camas de terapia intensiva se llenan de presos, de habitantes de las villas o de gerontes, puede no haber lugar para los propios caceroleros. La ficción tanática de que los pequeñoburgeses se desentienden de la suerte de presos, pobres y viejos es también inconsistente: para que el sistema funcione es preciso que todos los días los trabajadores de las villas, los geriátricos y el sistema penitenciario circulen de un lugar a otro. No se sostiene la ilusión pequeñoburguesa de que cárceles, villas y geriátricos puedan estallar mientras el estado les va a reservar sus camas. Es una ilusión entrópica.

Esto se dice en tres pasos. Lleva explicarlo unos pocos segundos. El riesgo del gobierno de Alberto radica precisamente en que sus primeros pasos los caminó bien. El gobierno del Frente de Todos juega su legitimidad en que estos sencillos enunciados se asimilen por las mayorías sociales. Tiene que asumir su lugar de enunciación estatal. Del otro lado, la derecha seguirá apostando a la muerte. 

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