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No ser nadie: Kierkegaard y Puig

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Hace unos días tuvimos un segundo encuentro virtual con el grupo de lectura "Las obras del amor". Este grupo se junta todos los jueves en meet.jit.si/LasObrasDelAmor a leer a Kierkegaard, pero mensualmente hacemos un conversatorio -palabra a incorporar en nuestro horizonte pandémico- en la que la problemática kierkegaardiana se abre más allá de los confines de su obra y sus propósitos como "escritor religioso". En estos encuentros mensuales estoy invitado a participar. El segundo se hizo la semana pasada y fue dedicado a cruzar a Søren Kierkegaard con Manuel Puig: el vigía de Copenhague y el escritor de General Villegas, vaya encrucijada, el encuentro menos pensado. La idea nació inspirada por un texto que Patricia Bargero y Graciano Corica (habitantes de General Villegas, la ciudad de Manuel Puig) presentaron en las últimas Jornadas Kierkegaard: "La carne se hace verbo: El lugar de la palabra en la filosofía de Soren Kierkegaard y la literatura de Manuel Puig".

Hay un pasaje de Anticlimacus, uno de los pseudónimos de Kierkegaard, en el que expresa las varias  modalidades de la comunicación indirecta  La primera que Anticlimacus menciona es la que el propio Kierkegaard y sus pseudónimos desarrollaron de manera descollante:

 "Este arte consiste cabalmente en que el que comunica se hace a sí mismo un nadie (...). Aquí tenemos, por ejemplo, una comunicación indirecta: conjuntar broma y seriedad de tal manera que la síntesis sea un nudo dialéctico - y entonces uno mismo no ser nadie. Si alguien desea tener algo que hacer con tal comunicación, es imprescindible que sea él mismo el que suelte el nudo. Otro ejemplo: conjuntar de tal modo defensa y ataque que nadie pueda decir inmediatamente si se ataca o se defiende, de suerte que el más apasionado seguidor de la cosa como su enemigo más empedernido puedan pensar por ambas partes el habérselas con un aliado - y entonces uno mismo no ser nadie, un ausente, un algo objetivo, ningún hombre en persona".




Es singularmente notable cómo este breve pasaje un tanto enmarañado sirve para definir a la perfección la operación que más de un siglo después llevaría a cabo Manuel Puig en la literatura argentina: la supresión del narrador. Yo leí a Puig antes que a Kierkegaard. Leí Boquitas pintadas cuando era un puber y tenía mis primeras eyaculaciones, sin preparación literaria previa que me permitiera advertir la excepcionalidad del movimiento de Puig: su silenciamiento como narrador. Hay algo que me inquietaba terriblemente entre sus citas de canciones y películas y sus giros de folletín, algo que cuando lo leí por primera vez no podía detectar. Al silenciar al narrador, Puig le sustrae al lector el hilo de plata al que aferrarse para comprender el seguimiento del relato. Un narrador organiza las peripecias, jerarquiza las voces de los personajes, subordina otras, le da al relato un horizonte por el cual el lector puede orientarse, establecer relaciones y percibir una lógica y una moral. Cuando el narrador calla -o quizá esté escondido en las hendijas de la serie de voces que hablan- el lector siente que la falta ese hilo al que agarrarse. 

Puig registra en su novelas esas voces que provienen de la cultura de masas -algo que Kierkegaard quizás reprobaría-, las películas, los boleros y tangos, los folletines, eso que ya dije, pero se hace a sí mismo un ausente, diría, ningún hombre en persona, de modo que al lector no le quede más salida que tener que soltar el nudo él mismo. Esa experiencia de lectura es inquietante: porque un narrador siempre encarna una voz moral, se erige en juez de los acontecimientos. Y Puig no quería erguirse: el problema de la impotencia está en el corazón de su melodrama. Los impugnadores de Puig alegaron en su momento que por esa misma razón su obra se ponía por fuera de la literatura. Estos impugnadores no llegan nunca a comprender que gestos como este son los que expanden las posibilidades de lo que un arte es. Una obra no es solo la que empieza en la primera página y termina en la última, sino el mundo que queda afuera de ella pero es posible vislumbrar, la miles de novelas posibles que ese mundo aguarda.

Lo más probable es que Puig desconociera las concepciones literarias de Kierkegaard, pero el danés ya había expuesto completamente esta concepción en su conjunto anómalo de libros. No cuesta mucho pensar en La repetición, por ejemplo, como una novela de un proto-Puig, salvo por el hecho de que Puig se hubiera regocijado al contar el entuerto desde la voz de la chica a la que Kierkegaard deja muda. 

Kierkegaard hizo llegar al campo de la filosofía un problema para el que esta disciplina no estaba suficientemente preparada. En abierta disidencia con toda la filosofía moderna, completamente dominada por el régimen del Yo -Yo pienso, Yo percibo, Yo conjugo sensibilidad y entendimiento, Yo sintetizo, Yo quiero-, Kierkegaard dispuso una obra que está precedida por la voz de un otro, voz a la que primero hay que escuchar, sentirse llamado, y entonces responder: acá estoy. Su aporte fundamental al rumbo del pensamiento occidental que nos precede no se halla en las cuestiones existenciales ni en las religiosas, ni en las éticas que quizás a él le preocuparan más explícitamente, sino en el desplazamiento del Yo del centro del pensamiento filosófico. No se trata de un invento de Kierkegaard, porque es algo que está operando sordamente desde el principio: Descartes, antes de preguntarse su célebre "Y yo, ¿no soy acaso algo? Pero ¿qué soy?", mucho antes de llegar a instituir al Yo como campo de exploración de la verdad, se había asomado al vértigo de estar escuchando la voz de otro, al que en principio designó como "genio maligno", pero luego, ergo, preocupado por restituir el orden del mundo, se apuró a aferrarse a la veracidad íntegra del Buen Dios. En este complejo pase que constituye el inicio del pensamiento moderno está todo su programa de acción y también su ruina, porque toda la vía constructiva que empieza a recorrer Descartes desde ahí está calculada para esquivar el peligro de no poder olvidar ya a esa voz extraña. Y es sabido que, cuando se teme no poder olvidar más eso, lo esquivado vuelve y vuelve peor. La angustia está antes que el Yo. Desde ese lugar va a empezar Kierkegaard a sacudir los cimientos de la filosofía moderna: hay que aprender de la angustia antes que querer esquivarla pronto.

No es entonces que Kierkegaard se constituyera en el precursor inadvertido de Puig. La supresión del narrador responde a cuestiones que hacen a la estructura de toda narración. Es un problema agazapado al iniciar cualquier relato y la literatura y la filosofía instituidas están pensadas para detenerse antes de llegar a ese abismo. El propio Nietzsche conocía bien este temblor de que el pensamiento viene cuando él quiere y no cuando yo quiero. Pero ante el riesgo de desmoronarse -y aunque finalmente él se desmoronara- creyó que sería suficiente con cuestionar al Yo pienso pero reponer al Yo quiero, pobre, que no es lo mismo, pero es igual.

Si dan play al video de acá abajo, van a asomarse al ámbito de esa conversación improbable pero muy posible entre Kierkegaard y Puig. Hay voces.



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