por Lidia Ferrari
Dos episodios idénticos, casi calcados. Claro, con las diferencias de lengua y de cultura, porque sucedieron en dos países diferentes. Pero el formato es el mismo. El crimen de Villa Gesell, cuando diez jóvenes rugbiers de vacaciones mataron a golpes y patadas a un joven indefenso y pacífico, en enero de este año en Argentina. Hace unos días, en un pueblo al sur de Roma, un joven de 21 años, hijo de inmigrantes, fue asesinado a golpes y patadas por cuatro jóvenes de más o menos la misma edad. Parece que Willy, originario de Cabo Verde, intentaba defender a un amigo y apaciguar una pelea.
La misma indignación, la misma rabia, el mismo dolor. Son pocos los que pueden aprobar este tipo de crímenes. Si los hay, mejor que callen. Aunque los padres de estos jóvenes italianos parecen haberse animado a decir que ‘era tan solo un inmigrante’.
Se trata del crimen de jóvenes humildes, dignos hijos de sus padres, tanto en el caso de Fernando Báez Sosa, el joven asesinado en Villa Gesell, como el de Willy Monteiro Duarte, de quienes la familia y sus amigos describían como solidarios y buenas personas. Ambos querían ‘no pelear’.
Los jóvenes que los mataron han dejado huellas de sí en las redes sociales. Y sus rasgos sobresalientes son el culto al físico, el patoterismo, el placer en la violencia y en mostrarse potentes, fuertes. Las imágenes que están circulando de dos hermanos que formaban parte de quienes asesinaron a Willy los muestran haciendo gimnasia, artes marciales, con cuerpos esculpidos, con casi los mismos tatuajes. También casi con el mismo rostro, los mismos cortes de pelo, las mismas cejas depiladas, el mismo acicalamiento. Se los ve ocupados casi exclusivamente en el culto de ese cuerpo potente, bello (para sus parámetros de belleza). Una estética que da un poquito de impresión a los pasados de moda. Han dejado huella de cuáles son sus intereses y sus pasiones en esas fotos que se exhiben poderosos, arrogantes, con motos de alta cilindrada y con tatuajes filo militares. Pero no hay que equivocarse, si bien los asesinos de Villa Gesell parecían formar parte de cierta elite de la ciudad de Zárate, los homicidas italianos, sin embargo, eran chicos de origen modesto. Uno de ellos, había abierto una verdulería en plena pandemia, a pesar de que se habla de que vendían droga y eran violentos. Las imágenes y videos para mostrar fuerza y potencia, exhibiéndose con otros amigos de similares prestancias, nos hacen suponer que cuando practican sin descanso frente al espejo están esculpiendo también un alma. Un alma racista, que los hace creer en su fuerza y en su potencia, dos atributos que suelen acompañar pensamientos filo nazis.
Quizá ellos no sean sino el producto de ciertos emblemas que circulan y que conducen los gustos y los deseos de todos. Se trata de una estética a la que va adosada una ética individualista, egocéntrica, exhibicionista. Sospechamos que hay lugares adonde no llega nuestra mirada, casi de submundo que, sin embargo, guía el mundo de la superficie. Ese submundo está hecho de pornografía, de violencia, de tatuajes, de desprecio por mujeres, hombres, animales. Donde se debe cultivar la potencia de cada uno. En las redes sociales dejaron trazas no sólo de cómo es su cuerpo sino lo que debe anidar en sus almas. Se creen superiores por poseer ese físico cultivado en su aparente potencia y por poseer un tono de piel un poco más clara. Tan poderosos que ahora, con su crimen, muestran al mundo que su mayor valentía es formarse en grupo para ejercer su violencia frente a un indefenso.
Hay algo extraño e inquietante en estos jóvenes que pasan horas y horas frente a un espejo en los gimnasios para crecer sus músculos, para esculpir su cuerpo, para mostrar su potencia. Hay algo extraño en que ejerzan esa potencia en grupo y frente a uno solo, indefenso e inerme.
No se entiende muy bien esa manera de concebir la potencia. Es lo opuesto de los antiguos duelos o de lo que sucede en los rings de boxeo, donde debe haber estricta equivalencia de categoría. No se ha visto nunca que un peso pesado peleara con un peso pluma. Tanto los criminales de Villa Gesell como los de Colleferro estaban en grupo y descerrajaron toda su violencia con saña y alevosía sobre un cuerpo inerme y desvalido. Una potencia que muestra su costado impotente.
No es demasiado diferente de algo que vivimos en nuestras sociedades donde crecen las desigualdades y los más poderosos descargan toda su potencia e iniquidad sobre los más débiles. Es cierto, hemos ido construyendo democracia y los discursos y las instituciones nos hablan de una equivalencia de derechos entre los seres humanos. Algo que debemos defender. Pero hay un real de la desproporción donde quienes son más fuertes y más poderosos tienen más derechos. Esto no explica lo que pasa por el alma de estos jóvenes que mataron a mansalva. Todos pensamos que debe actuar la justicia para estos asesinos. Pero es válido interrogarse sobre cuáles son los modelos de estos jóvenes cuyo exceso de potencia física parece querer mostrar un ‘exceso’ de masculinidad, alimentado en un exhibicionismo, un cuidado excesivo por su cuerpo y por sus adornos, depilación y tatuajes al servicio de una puesta en escena del propio cuerpo, que ha sido tradicionalmente lugar de lo femenino. No se juntaron cinco débiles mortales seres humanos para enfrentarse al Cíclope. Se han entrenado fuerte todos los días de su vida para alcanzar el cuerpo que exhiben en sus gloriosos 25 años, momento cúlmine de la potencia juvenil. Pero toda esa vanidad cultivada los ahoga en su propio espejo, como Narciso. Tanto entrenamiento de artes marciales para despilfarrarlo unidos a otros Narcisos frente a un joven indefenso.
Hay algo que insiste en el neoliberalismo, en los fascismos, en las sociedades descarnadamente desiguales y es que algunos gozan con el ejercicio de la violencia sobre el más débil. Lo hemos trabajado en nuestro libro sobre la diversión en la crueldad. Nos preguntamos allí por el goce sádico de quien goza martirizando a un otro más débil. Pero no estoy segura de que en el caso de estos jóvenes se trate de sadismo. Hay una profunda y gigantesca estupidez que crece como sus músculos, es decir, sin sentido. Seguramente está en juego el tema de la masculinidad que parece estar sobre expuesta a la parada, a ciertos semblantes de virilidad que, como en estos tristes casos, no les sirve para nada. Cuerpos esculpidos con entrenamientos agotadores a fin de sentirse cada vez más fuertes y más bellos, para terminar en prisión con cadena perpetua, como se merecen.