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El año que vivimos en Perrone capítulo XXXIV b

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La película del año (que viene)
Pendejos


El 31 de julio habíamos dejado el expediente secreto Perrone en el punto en que el cineasta de Ituzaingo estaba en plena etapa de creación de un nuevo tríptico llamado "Pendejos", del cual parte del staff de La otra había tenido el gusto de ver Indio, que quizá sería la segunda de esa serie (¿la primera ya estaba hecha?). Blanco y negro crudo, lo cual hacía que el arte perroniano se internara algunos pasos en el campo de la abstracción. Se alejaba en la misma medida del realismo lacónico que había cultivado en el tríptico colorista (ustedes sabrán disculpar que me valga de mapas dibujados de apuro para orientarme en un territorio incierto para mí: me refiero a la serie de películas integrada por Luján, Los actos cotidianos y Al final la vida sigue, igual) para dejarse ganar por la fantasmagoría. Paso a explicar mi tesis sobre el cine, que se aplica a la perfección en este extraño caso.

El cine -invento de la revolución industrial- es el resultado de dos fuerzas contrapuestas: 1) registro de lo real involuntario (la huella de la luz y del sonido en el momento del rodaje); y 2) alucinación inducida (en el momento de la proyección, la sala oscura y las imágenes fantasmales que se desmaterializan y se introyectan en la mente del espectador). El cineasta es un medium entre esos dos polos: sale a cazar pedazos de real, los lleva vivos a la mesa de edición y les hace tajos por los que se cuelan ráfagas de fueras de campos, la madre de todas las batallas por el sentido. Espero que se haya entendido. Volvamos a Perrone.

Perrone halla personas y lugares, en este caso, pendejos, pistas de skate, habitaciones, plazas, algunos adultos, cielos suburbanos, en este caso blancos, negros, grises. Encuadra de una cierta manera descentrada, entra y sale de escena antes o después de resolver los conflictos, cosa de hacernos saber que ese mundo continúa beyond the film, que se nos escurre ante los ojos: siempre hay un resto más allá de cada final, siempre un faltante en cada comienzo, siempre un salto en cada corte. Por ahí se cuelan nuestros fantasmas. Así funciona el cine y así funciona Perrone. Pero resulta que en Indio además empezaban a aparecer algunos fantasmas, en el sentido antiguo de la palabra, ángeles inmateriales, seres de luz o de sombra que rondaban por los mismos lugares en los que se movían los cuerpos de los chicos.

Y bien, debo informarles una cosa: a esta altura del partido Pendejos ya no es lo que era, no menos así como había tratado de describir en el párrafo anterior, sino mucho más así. Para empezar, ya no es un tríptico sino una película. Para seguir, dura dos horas y media, con lo que se derriba un muro de contención en su cine, que hasta ahora no se había permitido traspasar la barrera de los 76 minutos. Atenti: Perrone se le anima a la larga duración. No es un capricho: necesita esos tramos para llegar a otras partes. Y para concluir, Pendejos ha perdido el registro de las voces de los personajes, para transformarse en película muda (los diálogos expuestos mediante intertítulos), pero tampoco tanto: porque quedan rastros del sonido en momentos clave. Y música. Hace poco leía un decálogo que Perrone escribió en los 90 y una de las reglas decía: "cada vez menos música", pero resulta que el hombre ahora se le anima a la música.

Pendejos es un musical (estoy hablando de la película que Perrone acaba de casi terminar y que yo ya pude ver). Una película para escuchar o un disco con fantasmas. Perrone se le anima a la música. Hace una ópera en tres actos llamada Pendejos. Una cumbiópera en tres actos para ver de corrido. Cumbia electrónica + ópera + loops sonoros + Händel + Puccini + disparos + cuerdas de nylon: un trip. La textura cruda de la imagen bn se deja seducir por las delicadas tramas sonoras que se van entrelazando sin solución de continuidad.

Ya voy a escribir más largamente de Pendejos, pero déjenme decirles algo.

Pendejos puede ser la película del año. 

Que viene. Del año que viene: 2013. 

Perrone se reinventa en esta rapsodia de miradas deseantes. Pero que se reinventara después de dos décadas de carrera haciendo varias cosas por primera vez para seguir siendo Perrone no importaría tanto. Lo más importante es que nos entrega dos horas y media de belleza, como si el cine se acabara de inventar. O como si fuera la última película de la historia del mundo, sin que importe quién la hizo ni  para qué.

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