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Mar del Plata. Putas, estado, finanzas y fin del mundo.

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por José Miccio

Noche del domingo. Acaba de terminar el festival de Mar del Plata. Fueron nueve días intensos, sin problemas mayores, con algunas buenas películas. Es cierto que Plácido y El verdugo de Luis García Berlanga fueron las mejores, pero no conviene derivar de ello conclusiones fáciles y apresuradas sobre el cine de 2011 programado por el festival; sencillamente, dos películas como estas, en copias que nos permitieron verlas y escucharlas como nunca, despliegan su excelencia, su poder cómico y corrosivo en cualquier contexto imaginable.

Al menos once de las películas del último año vistas en Mar del Plata son valiosas y esperan revisión y polémica. Son estas: La folie Almayer de Chantal Akerman, Guilty of romance de Sono Sion, L’Apollonide de Bertrand Bonello, Life without principle de Johnnie To, Crazy Horse de Frederick Wiseman, Once upon a time in Anatolia de Nuri Bilge Ceylan, Las razones del corazón de Arturo Ripstein, This is not a film de Jafar Panahi y Mojtaba Mirtahmasb, El premio de Paula Markovitch, El lugar más pequeño de Tatiana Huezo Sánchez y L’exercice de l’Etat de Pierre Schoeller. Quedaron además varias en el tintero -incluso Faust de Sokurov- y permanece abierto el caso Von Trier. A continuación, unas palabras sobre cuatro de estos films.

Putas

L’Apollonide - Souvenirs de la maison close es una película muy buena; la única objeción que puede hacérsele es que no sea todavía mejor. Bertrand Bonello, que tiene en su haber una versión muy atractiva –y bressoniana- del mito de Tiresias, venía de filmar un cachivache llamado De la guerra en el que un director de cine angustiado por la idea de la muerte se unía a una comunidad de almas perdidas y practicaba rituales de purificación y beligerancia. Bonello es un tipo pedante, egocéntrico, talentoso y francés. Las dos últimas características predominan en su último film.

L’Apollonide retrata un burdel parisino entre 1899 y 1900. Se trata de una película aguda y analítica, que posee, además de un grupo de putas inolvidable, una voluntad historiográfica acusada, de la cual el vestuario, la vajilla, los muebles y las pinturas son apenas su manifestación superficial. Como Hou Hsiao-hsien en Flores de Shangai (aunque sin su grandeza) Bonello se toma su tiempo para filmar una institución -sus condiciones históricas de existencia, su funcionamiento y sus dramas internos– al mismo tiempo que imprime a todos sus planos un pronunciado carácter de ensueño.

Las mujeres que trabajan en la casa de citas son humildes, deben compartir cama, permanecer siempre en el lugar y comprar sus útiles de higiene. Si un cliente dice que están sucias son multadas, si pide algún servicio especial debe ser complacido. Todas mantienen deudas con la Madame, por lo que su tiempo en el prostíbulo es indeterminado y el matrimonio con algún cliente la única esperanza de abandonar la casa. Su tarea no es solo coger sino compartir el tiempo con los hombres, hablar con ellos, alojarlos en una vida alternativa.

En un mundo cerrado como este, la información ingresa de manera fragmentaria. Son datos importantes –económicos, políticos, culturales- que permiten incluir la vida de L’Apollonide en la historia de Francia. Se menciona la inauguración del subte, se menciona el caso Dreyffus (que repercute en el burdel cuando la prostituta judía es atacada), se incluye la carta de un ministro que dice que no puede ayudar a evitar el aumento del alquiler, se lee un fragmento de un estudio antropométrico sobre la coincidencia encefálica entre prostitutas y criminales. Para la suerte del lugar, la información más importante es el crecimiento de la prostitución callejera, una de las razones que llevará al cierre de instituciones como L’Apollonide y a la desaparición de la sociabilidad que las caracteriza.

El último plano de la película, muy discutido, muestra el ejercicio de la profesión en el presente. Se lo ha acusado de incorrecto al postular una continuidad improbable. Sin embargo, es dudoso que sea así. Luego de dos horas muy preocupadas por encontrar una imagen del pasado –aun con música soul y pantalla multi-image– lo que el último plano expone es la realidad actual del trabajo, y su estilo es tan distinto de todos los otros como para facilitar también la percepción de la diferencia. Más sensato, en todo caso, es concluir que para Bonello hay una historia de la prostitución, así como hay –si es que la hay- una historia de la filosofía o la literatura. Si la película mostrara a Proust, anunciara el fin de una época y concluyera con un plano de Robbe-Grillet podríamos acusarla de reducir la historia a episodios emblemáticos pero difícilmente de postular el reino eterno de lo mismo.

Las escenas de sexo constituyen un catálogo de perversiones en ocasiones agresivas y en otras curiosas como las de Belle de jour; todas son dignas de la literatura decadente, sobre todo una, con enana incluida, que le hubiera gustado describir a Octave Mirbau. Pero además de las tareas profesionales, la película muestra el tiempo libre de las chicas, incluso una excursión al río fácilmente asociable a los picnics impresionistas y al cine de Renoir. En una escena especialmente feliz las vemos comer juntas, en otras las vemos prestarse cremas y jabones, en otra educar en el oficio a una recién llegada, en otras lavarse entre sí. El grupo de putas posee una solidaridad interna sorprendente, y el peso de esta solidaridad se acentúa al incluir una judía y una argelina. Como en Freaks, una venganza es el signo más alto de su cohesión.
En este punto, es bueno retomar otra objeción que se la ha hecho a la película. El director quiere a sus putas, es indudable. Les permite entonces la alegría. Dormir juntas, por ejemplo, es una determinación impuesta por el poco espacio, pero en lugar de enfatizar el hacinamiento Bonello aprovecha para señalar el cuidado mutuo y hasta la felicidad del contacto. Por esta y otras razones algunos lo acusaron de romantizar la prostitución. Sin embargo, un repaso de la suerte de estas mujeres hace muy difícil aceptar el argumento: una muere de sífilis, otra debe abandonar la casa sin ningún auspicio de progreso, otra se quema en el opio, otra termina con la cara cosida, otra empieza el trabajo a los quince años. ¿Qué más se necesita? Es como si se le pidiera a Bonello: sé sórdido, danos solo el sufrimiento de las putas, no les permitas júbilo o descanso.

Así que Bonello no es culpable de los cargos políticos que se levantaron contra él. Cuando pase el tiempo su película será recordada como aquella en la que una puta con la cara desfigurada llora lágrimas de semen. Es un plano inolvidable. Pero hay otro, muy importante para la lógica del film, que posee una vibración muy especial: es el único plano del dinero que incluye L’Apollonide, y es un plano verdaderamente triste, al menos tanto como el otro.


Estado

L’exercice de l’Etat trata un tema apasionante de manera rutinaria; tiene, eso sí, un ritmo endemoniado, que coincide con el vértigo de su protagonista, el ministro de transportes de Francia interpretado por Olivier Gourmet. Como viaje al corazón del ejercicio de gobierno el film tiene un encanto incuestionable; pocas actividades son más comentadas y menos visibles que las que tienen lugar en la cúpula del poder. Conocemos sus comunicaciones radiales y televisivas, el teatro de los políticos y los medios de comunicación; pero de lo que ocurre en palacio ignoramos casi todo. Lo interesante de la película es que muestra que también eso es teatro.

“Somos tigres hambrientos en la noche oscura”, dice el ministro frente al espejo, aunque no sueña con tigres sino con cocodrilos que devoran mujeres desnudas en habitaciones suntuosas. Su mundo es el de la negociación y las rencillas, el de las internas ministeriales, el cuidado del puesto y la búsqueda de espacios de mayor influencia. Lo que se suele llamar carrera política. En este aspecto la película funciona muy bien. Pero como si no confiara completamente en su tema, concede algunos tributos a la psicología más berreta. A este ámbito pertenecen una escena de sexo rápido y un parlamento de inaceptable énfasis: “4.000 contactos y ningún amigo”.

El mundo de las altas esferas políticas existe en relación con sí mismo y con los gobernados. Esforzadamente, la película incluye en distintos papeles a la ciudadanía de a pie, a veces a través de episodios que el ministro debe atravesar en su trabajo diario –una huelga, una catástrofe vial, la contratación de personal temporario– y otras a través de la incorporación de personajes. Es el caso de la esposa del chofer del ministro, que en una escena importante (y dudosa) enfrenta al político como ciudadana.

El personaje más interesante –y que funciona como zona de contacto entre presente y pasado y entre clase política y ciudadanía- es el de Michel Blanc. Es un técnico capaz y fiel sobre el que otros se apoyan y que carece de voluntad de poder. Es además el único con memoria histórica, bien distinto del ministro de transportes que pasa de estatista a privatista en unas semanas y que ha aprendido en su carrera a subordinar el mandato del pueblo a las pujas internas al ejercicio del gobierno. Es la tensión entre las necesidades de la política profesional y las ideas que vienen del disco con el discurso de Malraux que escucha y repite de memoria lo que dota a Blanc de un drama que ningún otro personaje tiene. No por ello es el soporte moral del film, y en este sentido Schoeller consigue evitar un punto de vista cómodo sobre la realidad política. Hay torsiones de acomodaticio y también pasión en el ministro, que en algún momento recuerda el 3% de desocupación de los años dorados del capitalismo y se mueve ahora en un mundo distinto, que conoce y parece no dolerle.


Finanzas

Como señal de la actualidad más caliente, L’exercice de l’Etat incluye imágenes televisivas de la crisis en Grecia. Lo mismo hace Life without principle, la nueva película de Johnnie To, que mete los pies en el barro de la economía mundial con su garbo de siempre. To es uno de los últimos hacedores de secuencias inolvidables; practica, por lo tanto, la religión de Hitchcock, de Lubitsh, de Leone, tres cineastas que admira. En Sparrow, en Vengeance, en Exiled –por mencionar sus trabajos recientes- To consiguió algunos de sus logros más hermosos. Como en el cine musical, sus secuencias incorporan los objetos cotidianos en coreografías que enrarecen sus funciones; puede hacer que un vaso tarde minutos en caer, que un frisbee vuele infinitamente. Arte de la manipulación del tiempo, el cine tiene en estas películas una continuidad con las viejas formas del encantamiento.

En apariencia, esta vez las cosas son distintas. Sin embargo, el mundo del capital es también un mundo de acción, y la casi total ausencia de armas no oculta todo lo que se juega en las transacciones. En Election la cuestión era sacar la violencia del dominio de las armas de fuego; ahora se trata de representarla en gráficos de barras. La mafia, el banco, la bolsa, las apuestas ilegales, la compraventa de inmuebles: todo está unido y funciona de manera equivalente. Es como si To hubiera decidido hacer una película sobre el dinero y sobre el lenguaje del dinero; sobre lo que significan en las instituciones que se dedican al lucro y en la vida práctica de algunas personas de a pie palabras como tasa, mercado, BRIC, fondo de inversión de riesgo, seña, hipoteca y ahorro. En este sentido la idea de que Life without principle tarda en arrancar es absurda; lo hace, por el contrario, con una secuencia apremiante en la que un grupo de agentes bancarios repasa sus objetivos y sus logros.

Tersa como las últimas películas de su director, inteligente también, Life without principle enfrenta problemas similares a los de L’exercice de l’Etat cuando debe poner en relación la oficina y la calle. Como el de la política, el mundo de las finanzas tiene también su lógica interna, y To la expone insistentemente. A la vez, incorpora personajes que son parte de la red pero que participan de ella en posiciones subordinadas; son la esposa de un policía, el policía mismo, alguno de sus casos y una jubilada.

El de la jubilada es un personaje importante, porque su inocencia permite la exposición completa de algunos protocolos bancarios y porque ayuda a dotar de profundidad social a la película. La vieja requiere los servicios del banco para multiplicar sus pequeños ahorros y pone a la empleada desesperada por cumplir los objetivos de inversión en el dilema del cuadro medio. De un lado, su jefa ocupa el lugar del tecnócrata; del otro, la clienta representa la necesidad y la vida del común. Es justamente la existencia de un drama lo que da relieve a la empleada y la diferencia de su compañera exitosa, completamente ajena a la responsabilidad; un gran plano las muestra, cada una en su escritorio, haciendo el mismo trabajo; una preocupada, la otra sonriente.

El otro cuadro medio es un correveidile de la mafia, uno de esos personajes en parte tontos, en parte buenos, en parte inocentes tan comunes en la filmografía de To. Al igual que la empleada del banco, lleva el dinero al jefe; lo recolecta de otros mafiosos y de la gente común. Como si no pudiera vivir de otra manera, en toda la película lo vemos al servicio de alguien: el capo, un sicario dos veces detenido por la policía, el corredor de apuestas ilegales. Es con este último que entra en contacto con la especulación financiera y mafiosos de otro estilo.

La estructura coral y temporal del film es compleja y el modo en que todo es puesto en relación hace que algunos encastres necesiten de esfuerzo. Pero sin declamaciones, To hace una película importante, que crece en la memoria a medida que se descubren sus hilos delicados. Todos los personajes quedan atrapados en la maraña del dinero, los grandes y los chicos, los policías y los ladrones, los banqueros y otros delincuentes. Al final, tanto la empleada del banco como el mafioso de poca monta consiguen una ganancia. Uno la obtiene en la bolsa, otra aprovecha su oportunidad y se queda con la plata de un usurero. En el último, desolador plano se cruzan en la ciudad: no hay diferencias profundas entre el robo y la especulación con que se beneficiaron.


Fin del mundo

Lars Von Trier dijo en Cannes que comprendía a Hitler. El festival lo declaró persona non grata y el distribuidor argentino desistió de estrenar la película. Subido a la cacería, alguno habrá dicho que Melancholía es nazi y que Wagner es evidencia de ello. Es una suerte que Mar del Plata no se haya sumado a la ronda de castigos y nos permitiera decidir por nosotros mismos.
El cine de Von Trier se divide entre las películas que hizo y las que cometió, que son casi todas. Sin embargo, hubo un tiempo en que su nombre fue importante, y quienes ahora solemos burlarnos de él olvidamos oportunamente que supimos admirarlo. Es comprensible: una serie de películas horribles, sórdidas y miserables tiende a hundir un nombre propio; es una consecuencia del mal cine y también una trampa del autorismo, que al poner la Obra como fundamento busca desesperadamente una coherencia firme. 

El prestigio de Von Trier parece remotísimo, y en cierto modo lo es. Vivimos en el barro y para nuestro vértigo la historia del cine tiene siempre cinco años. En líneas generales, hasta Contra viento y marea el danés mereció elogios, a partir de Dogville agravios. Los idiotas y -sobre todo– Bailarina en la oscuridad ocupan la zona de pasaje. Lo que hoy es indudable –y debería alegrar a los autoristas más acérrimos– es que Von Trier ha insistido durante todos estos años en demostrar sus rasgos personales: la provocación, la estupidez y el talento. Los tres se repiten en todas sus películas; lamentablemente, solo el último no gobierna en solitario alguna vez. Los dos primeros son en general el mismo.

Conrad –presente en la memoria gracias a Akerman- escribe en Victoria: “Un imbécil es siempre indescifrable”. Y Lars Von Trier resultó ser un imbécil. Los diez primeros minutos de Melancholía confirman rotundamente las razones por las cuales el director merece los acostumbrados denuestos: un prólogo horrible –una obertura en realidad, porque la película sigue un criterio sinfónico– digno del último Malick. Sin embargo, las cosas cambian, y conviene prestar atención. Primero se vuelven rutinarias, con una fiesta de casamiento en la que varios personajes compiten por la medalla al más desagradable; luego se ponen mucho más interesantes, hasta que el fin del mundo llega a caballo del Tristán e Isolda de Wagner.
Qué relación hay entre los dos capítulos –movimientos– de la película es algo que no importa mucho, aunque es muy evidente que el cambio de foco de Justine (Kirsten Dunst) a Claire (Charlotte Gainsbourg) permite la aparición de un segundo carácter femenino y por lo tanto un juego de contrastes (el escenario, aislado de toda dimensión pública, contribuye a la concentración dramática). Justine no es sádica; es prescindente y espera el fin del mundo con desapego. Tampoco el nombre de Claire está motivado; es solo una mujer pusilánime, atormentada por la posibilidad de la muerte. Alternativamente y al mismo tiempo, se quieren y se detestan. Son pasto fácil del desprecio y es lógico esperar que Von Trier las humille.
Pero por una vez, el director tiene piedad de sus criaturas, y es en este cambio –Dunst y Gaisbourg no continúan la serie de Björk y Nicole Kidman- donde hay que buscar parte del interés de Melancholía. Las campanas del final de Contra viento y marea eran la respuesta de Dios a las plegarias de la primera mujer sufrida del cine del danés; ahora que hay apenas un planeta desbocado y nadie para oír, lo que queda es un gesto bueno, un refugio-capilla que, sin creer en él, la cruel Justine construye para su sobrino minutos antes de que la Tierra desaparezca. Melancholía es una película atea, algo que parece ir de la mano con lo mencionado antes, como si ahora que Dios abandonó el mundo la compasión fuera otra vez posible. El último, impresionante plano es por ello irreprochable, y hasta posee una genuina emoción.

Melancholía no es especialmente buena y es muy posible que su interés provenga solo de que no es tan mala como se podía esperar. Pero necesita objeciones distintas, no la simple actualización de vilipendios tan accesibles que para emitirlos con seguridad es innecesario verla. No es mucho, ciertamente. Pero es algo, y de Von Trier no esperábamos nada de nada.

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