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El arte de la guerra

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Wong Kar Wai tiene el síndrome de hubris



Wong Kar Wai hizo a principios de los 90 pequeñas películas imperfectas y adorables (yo me pasaría mil tardes de mi vida volviendo a ver Fallen angels). Después vino a la Argentina para escaparse de una situación densa en Hong Kong y para buscar los rastros de Manuel Puig en estos aires. De ese encuentro no salieron indemnes ni el cine argentino ni Wong Kar Wai. Happy together es su película más áspera y marcó a los nuevos cineastas argentinos, desde el momento en que capturó la atmósfera visual y sonora de Buenos Aires como nadie lo había hecho antes. Wong puso a esta ciudad en el cine contemporáneo.

En el 2000 hizo una película triste y perfecta sobre un romance perfecto y triste: In the mood for love (La flor de la edad sería el título original chino). Uno de los grandes melodramas de todos los tiempos. ¿Cómo seguir después de eso?

Esa pregunta Wong la respondió filmando: 2046 es el tiempo del anonadamiento que sobreviene después de haber vivido un romance hermoso y trunco. Y es una película que se pregunta cómo seguir haciendo películas después de haber rozado la belleza. Su desmesura, su ejecución vacilante y su sabor resacoso se gozan en toda su melancolía. 

Tardó tanto en terminar 2046 que Wong estaba empezando a avisarnos que no sabía cómo seguir.

Hasta ahí todo bien.

Hizo todavía otra genialidad: La mano, el primer episodio de Eros. Y ahí dejó ver que la concisión podría ser una buena consejera para un cineasta con síndrome de hubris.

Después, la terrible decepción; My blueberry nights es una película indigna de su filmografía: como si un chapucero publicista americano pretendiera sacarse el gusto de imitar con torpeza a Wong Kar Wai.

Quedamos esperando el movimiento siguiente: tratando de pensar que My blueberry nights fue solo el mal paso de alguien que en seguida se recompondría. Mucho tiempo esperamos hasta que llegara El arte de la guerra.

Acá están todos los yeites de Wong, el foco crítico en los PPP, la lluvia filmada en picados, los ralentis, los carteles en esa tipografía china tan atractiva, carteles que funcionan como uno de los puntos de enunciación de sus relatos, porque también apela a la voz en off evocadora del protagonista que recuerda en primera persona. Siempre nos queda la pregunta de en qué tiempo se ubica la voz narradora, siempre parece estar evocando los sucesos muchos años después de haberlos vivido.

Todos esos procedimientos están, como para que uno se dé cuenta de que la película es de Wong. Y están esos planos perfectos, ese luz dorada que inunda la pantalla, esos verde azulados, esos planos que uno quisiera capturar para llevárselos a su casa de tan lindos.

El arte de la guerra está llena de esos planos súmamente lindos, pero de una lindura que empalaga. Sobre todo porque sus personajes no nos despiertan el menor interés. Ya no nos trasmiten ese ánimo de amar de 13 años atrás. Decir que son personajes es ya decir demasiado: son construcciones hechas de palabras y primerísimos planos con foco crítico y luz dorada, con voces que los narran. Pero a través de esos procedimientos ya no circula la vida. El perfeccionismo que se le atribuye a Wong (que alguna vez ejerció) ahora es más bien engolosinamiento por hacer planos lindos que flotan en un archipiélago de linduras, todo anegado.

No importa: le debemos tan buenos momentos que lo seguiremos esperando. Capaz que algún día Wong Kar Wai vuelve.

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