por Guillermo Colantonio
I - Síndromes
Un festival de cine tiene sus tiempos muertos. Entre funciones, los pasillos se pueblan de comentarios, algunas frases lapidarias, encuentros, saludos y, principalmente, intercambio de impresiones, primeras impresiones. Rescato dos de ellas. Una reviste un carácter sintomático; la otra parece saludable. Sin embargo, ambas pueden estar destinadas a la obligada revisión que provoca la rapidez con que se mira un film tras otro en un lapso de ocho días.
“Las películas de las tres competencias son todas iguales”. Se sabe: las generalizaciones suelen ser peligrosas pero contienen un nervio que las dispara y si bien dentro de una ambiciosa programación existen diversos sectores (reposiciones, retrospectivas, lugares seguros con autores consagrados, homenajes), las secciones competitivas suelen trazar una cartografía del cine contemporáneo más afín al gusto de los programadores que a la heterogeneidad de propuestas existentes en el resto del mundo. Año tras año, los resultados varían; en esta edición se hizo evidente una recurrencia formal y temática preocupante, a tal punto que fueron pocos los títulos que podrían considerarse valiosos. Da la sensación de que las películas son susceptibles de ser comentadas en bloque, como una gran masa de signos comunes cuya presencia responde a determinados síndromes. Uno de ellos, tal vez el más notorio, es el de obedecer a una especie de manual del buen festivalero, esto es, sentir la obligación de cumplir con requisitos que supuestamente garantizan el éxito ante los ojos ávidos e inteligentes del establishment crítico. Las reglas de este instructivo virtual, implícito, son la prolijidad y el cálculo como mecanismos ineludibles, la elección de pocos personajes en espacios reducidos (en lo posible cerrados y asfixiantes) y la elementalidad pretendida como minimalismo. Películas como Little Feet, The Strange Little Cat, La laguna, The Eternal Return of Antonis Paraskevas y The Bright Day, procedentes de latitudes y culturas distantes, son obsesivas para con sus recursos formales y funcionan como un relojito suizo en la manera de exponer sus trucos escénicos, precisión que juega en desmedro constante hacia las criaturas acartonadas que habitan sus historias. El descentramiento narrativo las lleva a repetir secuencias o a abrir aristas que no se cierran y se transforman en puntos de fuga perdidos en la sensación de que todas las propuestas hubieran estado mejor destinadas a un cortometraje o que los realizadores no supieron hallar un modo creíble de clausura. Además, los logros técnicos jamás disimulan que lo más interesante ocurre fuera de campo (la alienación urbana, las crisis políticas, la calle, en definitiva) mientras sus directores deciden no mostrarlo y nos invitan a metáforas un poco forzadas, las que gritan con alevosía que el adentro es un afuera.
Oliverio Girondo, extraordinario poeta, escribió ese “Poema 12” que dice:
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehúyen, se evaden, y se entregan.
Estos versos me vinieron a la mente luego de ver seguidamente varios films en competencia, a los que bauticé con el síndrome anti-Girondo. Basta agregar un adverbio negativo (el lector sabrá elegir entre “no, nunca, jamás”) para obtener un perfil bastante similar al modelo de personaje que se vio en una cantidad considerable de películas. O soul nos meus olhos de las directoras brasileñas Flora Dias y Juruna Mallon, en la competencia latinoamericana, y El aire de Santiago Guidi, dentro de la competencia argentina, son dos casos paradigmáticos. La primera agota todos sus recursos en cinco minutos. Interior. Plano fijo de una cocina. Un joven entra, apoya unas bolsas, avisa que llegó pero su mujer no le contesta. Va al cuarto y la encuentra en el piso, muerta. Se para, mira el cuerpo y no se mueve, no dice ni manifiesta signo alguno que denote una emoción (ya empiezan los problemas de verosimilitud). Todo esto encuadrado a la perfección con una cámara ubicada detrás en altura media. La mete en una valija, sube al auto y empieza un periplo sin rumbo certero. Como era de suponer, hubo que explicar antes y después de la proyección algún sentido, lo que confirmó otro de los síndromes de este festival: el del comentario en off.
La película de Guidi carece de recursos en poco más de una hora. Dos chicos que se cruzan por azar en la noche de Buenos Aires y deambulan como zombies urbanos, con sus rostros inexpresivos Los ruidos exteriores complican el audio de los diálogos (o tal vez sean el símbolo de algo) que son un atentado a cualquier ley dramática. No tienen vida, para qué caminan tanto, qué hay de la ciudad, qué hay de sus vidas. Encima, hacia el final, llegan a un hotel, ponen una película condicionada y… ¡se duermen! (“No se miran, no se tocan, no se desean…”) ¿Otra película sobre el hastío juvenil y la alienación urbana? ¿Otra fotocopia color mal sacada de Antonioni? Ni siquiera eso. Personajes que no asumen identidad, sin presencia, sin decisiones, que son como la tabla rasa del filósofo John Locke, que balbucean, cuya aspiración al mejor diálogo puede transcurrir sin tapujos, en base a un intercambio de papas fritas o una banana (como ocurre en Drinking buddies, de Joe Swanberg, recomendada enfáticamente con su rótulo genérico de mumblecore. Alguna vez habrá que discutir estas marcas instaladas en circuitos que se suponen independientes).
El cine latinoamericano elegido este año hizo extrañar miradas como las de Julio Bressane, Sergio Bianchi y hasta la controversial figura de Carlos Reygadas. Un común denominador fue el conformismo que demostraron aquellas películas con planteos políticos extraviados en meros postulados o con visiones confusas de la alteridad. El verano de los peces voladores, de la chilena Marcela Said no escatima en el trazo grueso para oponer clases y dibujar un esquemático microuniverso social. El punto de vista está focalizado en una joven hija de terratenientes, llamada Manena, quien parece cruzar de vez en cuando la frontera del cerco que delimita su padre para tomar contacto con los “otros” (integrantes de la comunidad mapuche). Y este es el problema de la película, pretende sostener una postura políticamente correcta y lo hace desde el conformismo y el confort de su protagonista. Said se encarga de mostrarnos lo desagradable que son los ricachones propietarios de esa casa en la montaña, rodeada de un lago hermoso y cuán injustos son con los pueblos originarios. Su cámara se regodea en la belleza de la bruma, de los paisajes, crea climas y hasta persuade con un tratamiento espacial interesante en cuanto a su inconmensurable existencia. Sin embargo, y pese a mantener una tensión a punto de estallar, todo se reduce a un planteo liviano, sin ningún cuestionamiento que sacuda de verdad, es decir un regreso a la cómoda conciencia burguesa y estética; jamás se les da el lugar de enunciación a los otros. Peor aún es el caso de Esclavo de Dios, de Joel Novoa Schneider, esquemática y maniquea historia centrada en Ahmed, un libanés terrorista, y David, un israelita justiciero (ya se imaginarán quiénes son los buenos y quiénes los malos a pesar de vanos intentos por disfrazarlo) sobrevivientes a dos atentados que marcaron sus vidas desde la infancia, no resiste el mínimo análisis desde el punto de vista escogido y su factura técnica de colores bien diferentes según la ocasión recuerda a las más comunes y retrógradas historias de acción. Demasiado cotillón genérico gastado para una historia que hace ruido desde el título por su punto de vista tramposo y un peligroso objetivo, a saber, “humanizar” la figura del terrorista. Esta ficción con aires de thriller político basada en el contexto del atentado de la AMIA es engañosa por donde se la mire y comienza a mostrar las peores consecuencias del síndrome Ciudad de Dios de Fernando Meirelles, un mercado hecho para explotar la miserias con fachadas genéricas vendibles a los consumidores del norte. De este síndrome también padecen, en menor o mayor medida, la ganadora de la competencia internacional La jaula de oro de Diego Quemada-Diez, pese a la honestidad discursiva, y Pelo malo, de Mariana Rondón, cuyas opciones narrativas y estéticas no escapan a los esquemas industriales más convencionales. El gran antídoto contra todo este cine afectado estaba (en excelente copia) en las calles paralelas del festival: Los olvidados de Luis Buñuel, nunca tan ajena a las concesiones de un cine latinoamericano que acapara la atención en los festivales con aquellos que los otros (el mercado del norte) quieren ver.
Caben algunas menciones para pocos films que manifiestan búsquedas (la colombiana Mambo Cool de Chris Guide o la argentina Mujer conejo de Verónica Chen), pero la distinción no es sinónimo de solidez. Se trata de ejercicios que no logran conectarse con un punto de llegada y terminan en condición de retazos deshilachados o con problemas de resolución formal. También para otros que, pese a repetir esquemas de pocos personajes en espacios reducidos, tienen personajes más fuertes, más humanos, pero el temor por jugarse hacia las ideas que asoman los lleva a utilizar mecanismos afectivos reparadores. Los insólitos peces gato, de Claudia Sainte-Luce, confirma desde sus primeros minutos la pericia técnica de la directora para crear ambientes. Sin palabras y con una destacada edición de sonido, tenemos el universo cotidiano de Claudia, la joven protagonista, un tanto ominoso, oscuro y opresivo, producto de una rutina que la consume. Un ataque de apendicitis la lleva al hospital y allí entabla relación con Martha, quien padece una enfermedad irreversible, y sus hijos. Hay que decir que el encuentro es un poco forzado y que los resortes dramáticos que hacen avanzar la historia no están muy aceitados que digamos. A favor: pese al tema delicado, no hay estallidos emocionales ni golpes bajos. En contra: una secuencia final estirada que arruina lo anterior, donde se escucha la voz en off de la madre ya difunta con mensajes que ha dejado a sus seres queridos. Un recurso innecesario que abre una ventana para las tranquilas conciencias burguesas: hay miseria, exclusión y pobreza en las grandes capitales pero a no preocuparse: hay esperanza. Suena como un cantito de buenas noches. También Choele de Juan Sasiaín ofrece un engranaje reparador y se hace estimable a partir del seguimiento de tres personajes, padre separado, un niño simpático y la inquilina novia que viene a interferir entre ellos. La cámara capta momentos y transmite una vitalidad luminosa cuando mira a sus criaturas con un cariño que no puede disimular. Ahora bien, si las imágenes trasuntan humanidad, la innecesaria música omnipresente entorpece bastante ese acercamiento y se transforma en un mecanismo un tanto manipulador. El film es correcto pero parece muy calculado, como llevado de la mano por las necesidades de obedecer más a pautas industriales o manuales de escuela de cine que a riesgos personales. Todo aquello que funcionaba bien en el film anterior, por su espontaneidad, en este se diluye. La gracia y el humor pretenden ser naturales pero las pequeñas situaciones y líneas de diálogo que los promueven no logran ocultar su origen: puro cálculo. No está mal, es un buen antídoto frente a tanta historia argentina de “Palermo Hollywood”, pero resta.
Vuelvo sobre la idea de bloque y pienso: ¿el cine como arte está agotado o hay que saber buscar aún asumiendo riesgos con “el qué dirán” aquellos que conforman un campo intelectual de poder crítico y mediático, o integran el equipo de trabajo dentro de la misma institución del Festival? ¿A qué obedecen las omisiones hacia zonas ignotas de la cinematografía mundial en una competencia internacional que se caracteriza por su neutralidad de propuestas? No se debe ser injusto tampoco con la labor de los programadores, rica en otras zonas del catálogo, pero en lo personal hubiera preferido que se marque territorio no relegando un film como el de Serra (brillantemente analizado en La otra por José Miccio) a la sección “Estados Alterados”. ¿O se habrá temido un nuevo escándalo después de la bizarra proyección de Honor de cavallería en una edición anterior donde la gente enardecida sacudía sus manos en señal de desesperada protesta? En fin, tan solo interrogantes, pero se extrañan los líos.
II- Cuerpos
Segunda frase: “Nadie filma como Campusano”. Luego de ver Fantasmas de la ruta (no iba con demasiadas expectativas dada la naturaleza televisiva del proyecto original) pensé en cómo se conecta el contenido de la sentencia con cierta tradición del cine argentino, porque, sin desconocer ni deslegitimar la importancia de tantos buenos cineastas, en alguna oportunidad se dijo lo mismo de Armando Bo o de Leonardo Favio. ¿En qué se les une Campusano? Intuyo: en que hace visible un universo prácticamente inexplorado en la ficción argentina y con herramientas estéticas personales, de una honestidad brutal, que lo distinguen claramente del panorama descripto en el aparatado anterior de estas notas. También en la demanda de otros espectadores capaces de entregarse sin culpa frente a una idea de realismo diferente a la que establece el canon. La nueva historia que gira en torno al Vikingo está atravesada por una dimensión ética que ya se percibe desde los primeros minutos. Con tres o cuatro planos Campusano muestra toda la humanidad del personaje, de su ambiente y de los códigos que lo sostienen. Son pinceladas precisas que ponen el cuerpo como centro del plano, al que no se escamotea ni se desprecia. Los personajes de la película, en su mayoría, lanzan señales desde su misma naturaleza, a partir de las acciones, por más pequeñas y cotidianas que sean. Los hechos en este ambiente se muestran como son: se comparte un mate y se pide el “fierro” para arreglar un asunto; se toma una cerveza y si la situación se violenta, es porque es así. Es decir, se asumen identidades. No es un gesto menor dentro de un panorama visto en competencia donde se tiende a disolverlas o enmarcarlas dentro de una insatisfacción complaciente con cierta retórica “cool”. En todo caso, la compleja lógica narrativa a base de historias intercaladas (resuelta eficazmente gracias al notable montaje) es un complemento de la necesidad primordial de mostrar los cuerpos y la experiencia que se carga sobre los mismos. Si en Vikingo se advertía cierta tensión frente a la cámara, acá Rubén Beltrán ya está instalado como personaje. Cada intervención de este enorme motoquero es antológica; la fotogenia, tal como la pensaba Jean Epstein en La esencia del cine, funciona a la perfección: “el cinematógrafo permite victorias sobre la realidad secreta en la que todas las probabilidades tienen sus raíces aún no resueltas”.
La victoria de Campusano es, en principio, devolver los cuerpos invisibles a un cine argentino con fórmulas agotadas. No es fácil adentrarse en el universo de Fantasmas de la ruta. Las primeras secuencias dialogadas a base de plano y contraplano no pueden evitar que se note la marca de un montaje que intenta disimular la condición no-actoral de los personajes, a tal punto que parece, por momentos, un ejercicio escolar. Sin embargo, a medida que transcurren los minutos, se comprende que el problema lo tiene uno como espectador habituado a consumir perfiles industriales, o a entender, más que a sentir lo que está en pantalla. Aquí surge nuevamente lo ético en tanto y en cuanto se releva (con actitud similar al Pasolini de Accatone, se podría decir) la energía de un grupo humano con sus rituales, en un mundo al que varios hacen la vista gorda o se resisten a ver por incomodidad, y lo más interesante es que se ejerce desde una óptica no contaminada por discursos sociológicos básicos. Los principios en el universo Campusano son: hacerse ver, hablar y ser. Y para ello hay que mostrar. Mostrar no solo cuerpos, sino ir al fondo con temas pesados, entre ellos, la trata de personas, sin concesiones. Campusano no juzga, muestra, y aquello que muestra en el grupo que retrata, incluye códigos establecidos en el imaginario como positivos (defender y alimentar a la familia, mantener los principios, bancar a los amigos) con otros ligados a la misoginia o la corrupción, sin pudor. No se trata de un cine contestatario ni que estiliza la violencia, sino que la acepta como tal. Se trata de asumir la identidad como director, de poner el cuerpo también, para que la película pueda ir más allá de la esfera de exhibición y se convierta en una prueba sólida, a fin de denunciar la complicidad de quienes sostienen este negocio infame.
De todos modos, es justo reconocer que, más allá de esta dimensión ética, Fantasmas de la ruta se sostiene tranquilamente, con libertad, desde el punto de vista narrativo. Hay un momento donde uno cae y se interna en las historias que, con sus idas y vueltas, nunca se desbarrancan. Además, exceptuando la enorme presencia del Vikingo, hay otros hallazgos: el tío de Mauro, un tipo que está metido en el negocio y es un villano perfecto, y la joven Antonella, víctima de los integrantes de la red de trata, destinada a ser un rostro recordado durante mucho tiempo. Entonces, vuelvo sobre la sentencia inicial. “Nadie filma como Campusano”. Es cierto. Fue, sin duda alguna, la película distinta de la competencia internacional y probablemente (aún no vi P3ND3JO5 de Raúl Perrone), con Tierra de los padres de Nicolás Prividera, las que marquen un camino diferente en el cine argentino. Casualmente (o no) las dos involucran la palabra fantasmas.