Hay que ahorrar adjetivos.
Es una tentación muy grande abusar de ellos después de haber visto en vivo a Stevie Wonder, bajo el cielo perfecto de la noche de Liniers. Estuvimos frente a uno de los artistas principales de la época y su paso por acá estuvo a la altura de su fama legendaria. No recuerdo haber visto otro show de semejante potencia, expresividad, precisión y belleza en todos estos años de gente.
Wonder es la flor más exquisita de una venerable tradición del último siglo largo: la de la toma del poder musical por parte de los negros en el mundo occidental. Que empieza en las zonas pantanosas del Mississippi, florece en los clubs donde tocaba la orquesta de Duke Ellington, estalla en mil colores en los estudios de Tamla-Motown en Detroit y gana las calles neoyorquinas con el hip hop, a mediados de los 70. Wonder los sintetiza a todos, les tributa a sus ancenstros y abre la puerta a los que vendrían después: Michael Jackson, Prince, Kanye West o Frank Ocean.
La actuación de Wonder en Buenos Aires será recordada por años (aunque puede que sea la rutina habitual del artista y la repita varias veces a la semana en sus giras por el mundo). Porque son pocas las veces en las que uno toma contacto directo con un genio musical, que reúne en sí mismo a un compositor osado de repertorio prodigioso y a un performer caliente que puede cantar y tocar sus canciones como nadie podría. La banda que Stevie trajo a Buenos Aires lució un ajuste rítmico apabullante, puesto al servicio de estructuras musicales complejas y a la vez contagiosas. Es decir: lo más bello de la negritud. Los músicos que acompañaron a Wonder son para mí desconocidos, pero desde el minuto en que subieron al escenario pusieron en marcha una máquina funk arrolladora. Si escuchar los grandes discos que Wonder grabó en los años 70 sigue siendo motivo de asombro, ver a un combo haciendo esas canciones en estricto vivo, sin samplers ni tuneos, a pura sangre, directamente te rebana la mandíbula y te llena el corazón de gratitud.
Stevie fue en los 60 el niño prodigio de Motown, el gran sello de música negra de la segunda mitad del siglo XX, una cantera inagotable de talentos. Pero la pequeña maravilla creció y rompió los moldes del género. Recuerdo haber tenido hace poco un debate con Gabriel Medina, quien reivindicaba el valor del género en el arte popular, en la medida en que el público va al encuentro de ciertos rasgos estilísticos que ya conoce. Por ello el cultivo del género (en música o en cine) es una práctica necesariamente conservadora, que da lugar a dictámentes como "esto sí que es rock" o "esto no es tango". Wonder pudo ser un músico de género, porque puede recorrer sin dificultad todos los clishés que hacen reconocible el funk o la música soul. Pero en cuanto su relación contractual con Motown se lo permitió, Wonder dejó de ser el niño prodigio del soul y se arrojó a una búsqueda armónica, melódica y tímbrica que el género no le habría permitido. Puede que él sea uno de los músicos pop que menos les debe a los Beatles en la escena actual; sin embargo en algo se les parece: como ellos habían hecho en los 60 con el pop blanco, Wonder rompió el molde del pop negro en los 70. Pasaron más de 40 años y la música que ideó sigue sonando fresca y nueva.
En Argentina, Wonder ha sido una influencia silenciosa que se puede rastrear en la obra de Nebbia, de Charly, de Aznar, de Fito o Gonzalo Aloras, compositores tan beatlescos como wonderianos. Cuando anoche subieron Fabiana Cantilo primero y los Illya Kuryaki después a compartir unos minutos el escenario con él, imagino que estos músicos compatriotas habrán tocado el cielo con las manos: fueron rozados por el ángel de la historia. Pero además se cerraba un círculo. El de anoche fue el recital del año, quizás de la década.
Bueno, algunos adjetivos se me escaparon.