(Sobre Bloody Daughter, de Stéphanie Argerich)
por Liliana Piñeiro
La música (tan femenina, tan voraz) nos robó una mujer. Esa mujer que no fue (y esa chica que es) se llama Martha Argerich, la extraordinaria pianista cuya intimidad es entreabierta en Bloody Daughter, este documental que realizara una de sus hijas. Entusiasmada con el regalo que le hiciera su madre, Stéphanie utiliza su cámara para filmarla en diferentes momentos de su vida: durmiendo, desayunando, revisando fotos familiares, paseando por el Jardín Botánico en Argentina, conversando…Reúne todo ese material para la película, intercalando inclusive videos de archivo donde vemos a Martha, joven y bella, en diferentes lugares del mundo, sobrevolando sus manos sobre el piano para interpretar con maestría inigualable a Mozart, Chopin, Schumann, recibiendo la adoración del público, firmando autógrafos, concediendo entrevistas. Todo se intenta abarcar desde un ojo implacable: desde la picardía indescifrable de su mirada hasta la tensión previa antes de salir al escenario, desde la queja repetida hasta la sonrisa vital. Pero el objeto a filmar es imposible de ser atrapado, hay algo en su rostro que goza de una manera desconocida, y por eso resulta fascinante. Se necesitan otras voces que puedan dar cuenta de la complejidad de una vida santificada en el altar del arte. Así aparecen la abuela, las hijas, los amantes, esos otros que la rodearon sin tocarla: hay un núcleo esquivo en los dioses, y éste parece ser uno de ellos.
La música (tan femenina, tan voraz) nos robó una mujer. Esa mujer que no fue (y esa chica que es) se llama Martha Argerich, la extraordinaria pianista cuya intimidad es entreabierta en Bloody Daughter, este documental que realizara una de sus hijas. Entusiasmada con el regalo que le hiciera su madre, Stéphanie utiliza su cámara para filmarla en diferentes momentos de su vida: durmiendo, desayunando, revisando fotos familiares, paseando por el Jardín Botánico en Argentina, conversando…Reúne todo ese material para la película, intercalando inclusive videos de archivo donde vemos a Martha, joven y bella, en diferentes lugares del mundo, sobrevolando sus manos sobre el piano para interpretar con maestría inigualable a Mozart, Chopin, Schumann, recibiendo la adoración del público, firmando autógrafos, concediendo entrevistas. Todo se intenta abarcar desde un ojo implacable: desde la picardía indescifrable de su mirada hasta la tensión previa antes de salir al escenario, desde la queja repetida hasta la sonrisa vital. Pero el objeto a filmar es imposible de ser atrapado, hay algo en su rostro que goza de una manera desconocida, y por eso resulta fascinante. Se necesitan otras voces que puedan dar cuenta de la complejidad de una vida santificada en el altar del arte. Así aparecen la abuela, las hijas, los amantes, esos otros que la rodearon sin tocarla: hay un núcleo esquivo en los dioses, y éste parece ser uno de ellos.
Víctima feliz de sus dones, la precocidad de Martha determinó su adolescencia, edad en que la música toma posesión de ella, y a la que queda fijada emocionalmente, con toda la riqueza y la pasión por vivir que la misma implica. Bajo el cabello canoso de sus 70 años se esconde una joven traviesa, con la libertad suficiente para encarar la vida por fuera de todo modelo esperable. Admirada y protegida por sus hijas, convoca el amor de éstas desde un lugar no precisamente maternal. Ya sea en la ausencia (en el caso de Lyda, su primera hija, pasó años sin verla) como en la presencia, siempre fue Ella, ocupando todo el espacio con la lejanía de las mayúsculas. Y sin embargo, en algunas ocasiones, supo ser una divertida compañera de juegos. No es casual que el documental comience con la escena en la que Stéphanie se convierte en madre, como si ese registro vincular se abriera para la joven sólo en ese momento. La inclusión de Martha es, entonces, la de un acompañamiento fraternal.
Una de sus últimas escenas es especialmente conmovedora: Martha y sus hijas conversan en un parque. Todas quieren saber algo más sobre esa madre que se les escapa. Una de ellas le pinta las uñas, y recuerda el impacto que le provocaba, siendo niña, la visión de su pie moviéndose sin cesar sobre el pedal del piano. En una suerte de fetichismo, ese pie es signo de un encuentro amoroso… Así sucede siempre: finalmente la música nos acuna, nos contiene, abre sus brazos gigantes y nos salva a todos.