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Los Oscars I: 12 años de esclavitud, Gravity, El lobo de Wall Street

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Ya aburre solo decirlo: ¿cuándo hubo alguna correlación directa entre los nominados al Oscar, los premiados y los méritos artísticos? Nunca.

¿Cuándo estos premios fueron justos? Ocasionalmente. Muchas grandes películas, norteamericanas o de otros países, dejaron un mojón en la historia del cine sin haber sido rozadas por la Academia. Otras películas geniales fueron nomindadas y perdieron ante rivales insostenibles. De vez en cuando, los millonarios de Los Angeles, la plutocracia del cine que se autocelebra (como dice Roger Koza) se distrae y premia a alguna película verdaderamente grande.

Este año lo que pasó es que entre las nominadas se colaron al menos dos películas extraordinarias (El lobo de Wall Street y Gravity) y algunas interesantes. Obviamente ninguna de ellas se llevó el Oscar a la mejor película: Ganó 12 años de esclavitud del británico Steve McQueen. De una mediocridad exasperante: dos horas y cuarto destinadas a ilustrar una idea, ni siquiera una idea cinematográfica, ni siquiera una idea interesante: el esclavismo es malo. McQueen y su productor, Brad Pitt, apelan a un consenso absolutamente tranquilizador y universalmente incuestionable: ¿quién podría molestarse hoy día porque se sostenga que la esclavitud es mala? EEUU tiene un presidente negro y ayer por primera vez en la historia de la Academia se premió a un director negro. La película será olvidada en un tiempo, si es que no ha sido olvidada esta misma mañana.

Para que no se pueda sacar una regla de proporción inversa, la otra gran ganadora de anoche es una película buenísima, casi un milagro del mainstream: Gravity. Una película concisa, de una elegancia clásica, con apenas dos personajes encerrados en el universo. Filmada mediante técnicas que quebrantan la contigüidad espacial, y sin que se note. Porque en el plano formal, el mexicano Alfonso Cuarón (ganador del Oscar al mejor director) opta por muy largos planos secuencias, pero estos planos en realidad han sido compuestos digitalmente. Vemos a los personajes flotar en la ingravidez, luchando no contra una fuerza oscura y maligna sino contra la indiferencia del espacio físico. Una pelea absurda en la que el hombre (bah, la mujer) pugna por persistir en la existencia. La mejor materialización cinematográfica de la experiencia de lo inhóspito: Das Unheimliche. El universo no es un lugar propicio para nosotros y las cosas humanas (una canción, el ladrido de un perro, la emoción que nos produce un atardecer) no tienen muchas chances de prosperar. Hay una distancia tan grande entre la escala de nuestras vidas y la indiferencia cósmica que uno tiende a pensar que ni un Dios podrá salvarnos. Asuntos tan complejos son resueltos en la pantalla de una manera admirable. Pero no es eso lo que premió la Academia, seguro (si no, le habrían dado el Oscar a la mejor película). Lo que en este caso se reconoce es la excepcional destreza técnica para resolver cuestiones de puesta en escena mediante una precisión asombrosa. Por eso el Oscar a la mejor dirección vino acompañado de otros seis rubros técnicos. Esa excelencia está bien que se la reconzoca, pero no es la principal conquista de la película.

Por otro lado, Gravity es una película perfectamente premiable por Hollywood porque, como bien decía ayer Luciando Monteagudo en Página, vuelve a contar el triunfo de la voluntad individual frente a la adversidad, cosa que también cuenta la ganadora 12 años de esclavitud, y muchas otras ganadoras del Oscar a lo largo de la historia. Solo que Cuarón lo hace con un refinamiento que no es común en el cine maistream actual.

La otra gran película del año, en cambio, El lobo de Wall Street de Martin Scorsese y Leo Di Caprio (un trabajo de co-autoría, sin lugar a dudas), no se llevó nada más que promesas. Es que Scorsese/Di Caprio han hecho algo demasiado. Demasiado cine, demasiadas ideas, demasiado desborde, pero sobre todo: demasiado ácidos. Con El lobo... Scorsese vuelve por sus fueros, es decir: hurga en la (mala) conciencia del sistema de una manera que lo sitúa como el cineasta político por antonomasia. Porque Scorsese desde Taxi Driver viene dislocando los mecanismos de identificación del cine industrial, poniendo bombas de tiempo en el corazón de los procedimientos con los que el cine propicia un punto de vista para juzgar el mundo de una cierta manera moral y sentimental (que es más o menos lo mismo: Hollywood juzga a través de los sentimientos). Si incluso Gravity nos pide a gritos que nos identifiquemos con la chica que lucha por prevalecer a la adversidad, Scorsese nos hincha las pelotas: nos hace amigos de los tipos más impresentables, los hijos de puta más grandes que existen, los crápulas irredimibles o los psicópatas más molestos.

Scorsese, y en este caso Di Caprio, tienen un manejo diabólico de los recursos para invitarnos a ver un mundo monstruoso desde una mirada maligna: el mundo del capitalismo financiero, el mundo del dólar, bah. El cine de Hollywood tanto como el dólar nos reclaman un acto de confianza para dejarnos guiar por un rato, para ver el mundo desde cierta perspectiva. In God We Trust, In Good Will We Trust. El Di Caprio de Wall Street es genial porque condensa todos los procedimientos de la espiritualidad del capitalismo actual, desde la prédica evangelista hasta el coaching laboral, pasando por la animación de shows televisivos o fiestas empresariales: la pujanza, la manía, la amoralidad, la simpatía, la euforia, la partuza perpetua y una desesperación sorda, que para colmo ya no conduce siquiera a un baño de sangre catártico, como había en Taxi Driver. El lobo de Wall Street se parece bastante más a un mix genético entre El rey de la comedia y Casino.

Scorsese hace películas menores como Los infiltrados y lo colman de premios, hace un mamotreto como Hugo y le dan 5 Oscars: se junta con Di Caprio a hacer una genialidad como El lobo... y lo ignoran.

Es decir: los Oscars no valen un pito y si este post fue escrito es para hablar de dos grandes películas.

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